Otra vez es 25 de noviembre y otra vez me pongo ante el ordenador para escribir las mismas cosas de cada año. O incluso peores. Porque si cada año decimos que se van dando pasos, pero no los suficientes, tal vez en este año haya que reconocer que hemos dado pasos atrás. Por un lado, hay un triste pero incontestable hecho objetivo: la cifra de la vergüenza de mujeres asesinadas ha aumentado respecto del año anterior, porque, a falta de más de un mes de que acabe el año, ya la supera. Pero hay otro dato mucho más intangible y muy peligroso: ha crecido el silencio. Y eso no lo podemos consentir.

¿Qué por qué digo eso? ¿Por qué afirmo que, a pesar de los propósitos de implementar el pacto de estado, de dar preferencia a la violencia de género y de dotar de medios a la lucha contra esta pandemia, no hemos mejorado? Pues por lo que apuntaba. Por el silencio. Por el maldito silencio, unas veces intencionado, otras cómodo y las más de las veces simplemente indiferente. Y no podemos olvidar que no pisar un charco no impide que nos ensuciemos con el barro.

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Me explicaré mejor. Hay muchos silencios que no deberían existir, silencios que crecen como manchas de aceite. El primero, el de todos esos lugares donde este año no se condenará la violencia de género porque un grupo político lo ha impedido. Lo impide con el peregrino argumento de que no se protesta contra las muertes por otras causas. La verdad es que rebobino en el tiempo y me hago cruces. Nunca oí a nadie que, en las multitudinarias marchas contra el terrorismo de ETA, esa tragedia que nos asoló durante mucho tiempo, se opusiera a manifestarse porque no se protestaba contra los muertos en accidente de trabajo, los asesinatos por causa de la droga, el hambre en el mundo o la propia violencia “intrafamiliar” que tanto les gusta nombrar. Lo cortés no quita lo valiente. Tampoco pretendió nadie cambiar la pancarta contra ETA por una pancarta contra “todos los terrorismos”. Pero lo que me preocupa no es solo que hayan impedido estas acciones que venían haciéndose desde hace muchos años, sino que la respuesta ha sido tibia, por no decir nula. Qué le vamos a hacer. Me parece terrible.

También me parece terrible callar ante la negativa a condenar cada asesinato de mujeres a manos de sus parejas. Y esto también me lleva a viajar en el pasado y a recordar cuál era la reacción contra quienes no condenaban los asesinatos de la banda terrorista. Ostracismo y rechazo, con toda la razón. ¿Por qué entonces, ante estas negativas, esa indiferencia? El silencio también mata.

Pero hay más silencios que matan. Y matarán, en muchos casos, porque se produjeron los anteriores. Porque la mujer que sufre el infierno de la violencia de género tal vez se eche atrás en el propósito de romper su silencio si no percibe el apoyo social. Y, tal vez, si no rompe su silencio, acabe perdiendo la vida. Algo que tendríamos que pensar la próxima vez que queramos hacer oídos sordos a determinadas afirmaciones intolerables e intolerantes.

No creo que mantenernos en silencio sea la estrategia para combatir el negacionismo de la violencia de género. No podemos permitir que filtre este mensaje hasta envenenar las aguas de los medios y redes sociales de los que bebe tanta gente. Y sí, ya sé que es difícil contestar sin dar visibilidad y lograr así el efecto contrario del pretendido, pero no se trata de entrar al trapo como si estuviéramos en un ring, sino de algo distinto. Se trata de mantener de una manera continua, contundente, firme y sin fisuras el mensaje correcto, el rechazo a la violencia de género y el reproche a los maltratadores, sin dejar que se ensucie ni un ápice con otros. Porque cambiar de lugar el foco es dejar desprotegidas a las mujeres. Hay que repetir cuantas veces sea necesario que el problema de la violencia de género no son las supuestas denuncias falsas, sino las mujeres asesinadas, y las que están en riesgo de serlo. Si alguien no me cree, que pregunte a una huérfana de violencia de género si su madre habría sobrevivido si se hubieran castigado más duramente esas supuestas denuncias falsas, o que pregunte a una mujer que ha sobrevivido su opinión sobre qué es lo que le ayudó a lograrlo. Me apuesto lo que sea que ninguna contestará que una regulación sobre supuestas denuncias falsas le ayude lo más mínimo.

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Tampoco me gusta el silencio a que, más de una vez, nos obliga el funcionamiento de las redes sociales. Yo, como tantas otras personas, me veo insultada y cuestionada a diario solo por defender la ley vigente, ahí es nada. Una ley aprobada por nuestro Parlamento por unanimidad, y declarada más veces constitucional por el Tribunal Constitucional que ninguna otra, cuya defensa lleva a leer las peores ofensas dirigidas a quienes la defendemos. Pero, aunque parezca que no nos quede otra que callar, por educación entre otros muchos motivos, no debemos hacerlo. Debemos mantener nuestro mensaje sin que eso implique alimentar el otro. Difícil pero no imposible. En ello estamos.

Para callar la boca a quienes insisten en que la ley no funciona, habría que recordarles que, en diciembre de 2004, cuando la ley entraba en vigor, la cifra de mujeres asesinadas de ese año era de 94. Aun sin todos los medios necesarios, aun sin implementar en la mitad de aspectos, hemos reducido esta cifra vergonzosa a la mitad ¿Que no lograríamos si pudiéramos contar con todo lo necesario?

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Y, por supuesto, hay que abolir el silencio de quienes tienen cerca a una víctima y miran a otro lado. Esos vecinos que escuchan lamentos y amenazas, esa persona que ve una agresión por la calle, esa amiga o ese compañero de trabajo que percibe cosas en su amiga que pueden indicar que está metida en ese infierno. Hagamos que en la zona de confort se instale la conciencia como un pincho en la cama de un faquir

La violencia de género no es problema de las víctimas, ni de las mujeres. Es un problema de todas las personas. Y un futuro libre de violencia de género debe ser una aspiración de todas las personas. Por eso silencio nunca es la solución. No nos callemos.