Si unas horas después de haberla liado parda besando a una futbolista sin su permiso alguien le hubiera susurrado al presidente de la Real Federación Española de Fútbol: “Luis, una palabra tuya bastará para salvarte”, Rubiales seguiría hoy al frente del chiringuito futbolero cobrando cerca de 700.000 euracos anuales, ideando nuevas corruptelas y mangoneando el cortijo con la misma determinación y descaro con que ha venido haciéndolo ante la inhibición de las mismas autoridades que hoy han decidido al fin crucificarlo.

El caso Rubiales está a medio camino entre lo amargo y lo chusco. Lo que hay en él de chusco no hace falta explicarlo; su cara trágicamente amarga proviene de que habría bastado una palabra sincera de disculpa por parte del Rubiales al día siguiente del beso para evitarle el descenso a los infiernos que los principales medios de todo el planeta están retransmitiendo en riguroso directo.

Habrían bastado unas palabras más o menos como estas: “Lo siento muy sinceramente, me he equivocado, nunca debí darle a Jenni ese beso no consentido, y mucho menos siendo como soy su superior jerárquico; me dejé llevar por la euforia del momento y seguramente por reflejos machistas que no supe refrenar. Fue un gesto feo e imperdonable del que me arrepiento de corazón, lo siento de verdad. Pido disculpas a Jenni, a las demás jugadoras de la selección y a todas las mujeres a las que mi acción haya indignado o traído a su memoria el recuerdo de vejaciones o abusos similares sufridos en casa o en el trabajo. A veces, a los hombres como yo nos cuesta entender que lo que nos parece un gesto menor es sentido por la mujer como una agresión. Perdón. Nunca más volverá suceder”.

Como una suerte de aprendiz de Donald Trump de fútbol español, Rubiales no solo dijo esas u otras palabras parecidas, sino que eligió justo las contrarias: las que justificaban su beso e insultaban a quienes lo habían criticado. Precisamente el tono agrio, exculpatorio y resentido de las palabras que dijo evidenciaba que Rubiales jamás podría haber dicho las que aquí hemos propuesto, y no necesariamente porque no las sintiera -los hombres públicos se pasan la vida diciendo palabras y pronunciando discursos que no sienten- sino porque nunca pudo imaginar que un simple piquito desencadenara “el asesinato social” y el terremoto de condenas y reproches a escala mundial que antes que después se lo llevará por delante.

Un hombre perplejo

No es difícil imaginar qué habrá pensado estos días para sí mismo un hombre como él; un hombre, por cierto, no muy distinto a otros cientos de miles, a otros millones de hombres que habrían disculpado ese besado robado de no haber sido testigos estupefactos del tsunami de indignación de las mujeres, de la prensa y de instituciones civiles, políticas y deportivas de medio mundo:

“Tiene cojones que me esté pasando esto a mí por una tía, joder, con lo que yo quiero a las tías, copón, con lo que las respeto, que para eso soy un caballero, y digo más, un caballero feminista, pero lo malo es eso, que hoy en día a los caballeros no se nos respeta, peor aún: no se nos entiende. Es lo que yo digo siempre, que el feminismo bien entendido empieza por uno mismo, eso sí, un feminismo con rostro humano, ni de hombre ni de mujer, simplemente humano, ¿verdad? Pero no, el falso feminismo de hoy en día es intransigente, borde y vengativo, es un feminismo que odia a los hombres, sobre todo a los hombres que somos unos caballeros, coño, es que en un momento dado se te van los ojillos detrás del culo de un tía y les falta tiempo para ir con el cuento a la Fiscalía para que te procese por violencia sexual”.

“Pero si para mí no hay nada más grande que una mujer, ¿o es que no tengo madre?, ¿o es que no tengo hijas?, claro eso les importa un carajo a todas esas pedorras empeñadas en tacharme de machista, ¡sabré yo mejor que ellas lo que soy o lo que no soy, coño! ¿Machista yo? ¡Me cago en la puta!, ¿machista yo, que he apoyado a la selección femenina hasta llevarla a ser campeona del mundo? ¿Cuál es mi pecado, cuál mi falta, mi traición? ¿Una Copa del Mundo? ¿Ese es mi pecado? Perdón, niñatas, mil veces perdón por haber organizado las cosas para que pudierais ganar una Copa del Mundo. Perdón por hacer que el nombre de España brille en el firmamento futbolístico mundial como no lo hacía desde hace una eternidad. Pero de eso no se habla. Mis méritos no cuentan. Pero vamos a ver, ¿cuál es mi delito, copón? ¿Un beso? ¿Un puto beso? ¿Por un beso inocente me quieren crucificar estas tías, cuando lo que de verdad pasó fue que la Jenni esa de los cojones provocó el pico alzándome del suelo y dándome un abrazusco enorme con el que estaba diciendo ‘bésame, tío, bésame, crack’? ¡Como si no conociera yo a las tías!”.

Ojo por ojo y cuerno por cuerno

Rubiales está escandalizado porque se considera un hombre quizá no absolutamente honrado, pero sí un hombre prudente y con sentido común. Y a su manera lo es. El problema es que el suyo es un sentido común del pasado, un sentido común que operó como tal durante siglos hasta que la Revolución de las Mujeres lo destronó para sustituirlo por un nuevo sentido común más humano y más sereno. Más igualitario. Ojo por ojo y cuerno por cuerno.

El caso es que hasta ayer mismo, como quien dice, un beso como el que Rubiales le plantó a Hermoso en los morros no tenía importancia alguna socialmente, aunque sí la tuviera personalmente, claro está, para las mujeres que lo sufrían. Hasta hace cuatro días habría sido objeto de mofa quien hubiera pretendido elevarlo a la categoría de ofensa personal y no digamos de agresión sexual. La Revolución de las Mujeres en general y ciertos hitos recientes como el 'Me Too' en particular han modificado radicalmente el significado y alcance de tales gestos abusones: ya no son una gracieta masculina sino una agresión en toda regla. Esa modificación radical del paradigma de género es lo que Rubiales no ha entendido.

Su desconcierto proviene de estar juzgando con parámetros morales del pasado hechos de un presente cuya sensibilidad ha cambiado merced a la Revolución Feminista, del mismo modo que la Revolución Francesa cambió radicalmente la percepción que la gente había tenido hasta entonces de los privilegios del clero, de los abusos de la nobleza o de la naturaleza divina de los reyes. A Rubiales no lo ha matado el beso: lo han matado las palabras de disculpa que no supo, no quiso o no pudo decir. Lo ha matado no haber escuchado a quien, la noche de autos, tal vez le susurró evangélicamente al oído: “Luis, una palabra tuya bastará para salvarte”.