Parece que ha pasado una vida, pero apenas hace tres meses que salíamos todos los días a nuestros balcones para aplaudir a ese ente abstracto que llamábamos “sanitarios”. Un término que englobaba a médicos y médicas, a enfermeros y enfermeras –qué manía de referirnos siempre a “médicos y enfermeras” perpetuando el estereotipo- pero que incluía muchas más profesiones, desde quienes reparten suministros hasta quienes cocinan o limpian, pasando por toda clase de personal administrativo. No obstante, se les identificaba con unas batas blancas que ni todos llevan, ni les es exclusiva.

Hay más batas blancas. Las llevan también en las farmacias, y quienes se dedican a la investigación, a esa ciencia siempre tan maltratada.

Hoy, sin embargo, tienen más importancia que nunca. La necesidad imperiosa de una vacuna para recuperar nuestras vidas hace que se conviertan en creadores de sueños, en el sentido más literal posible. En cualquier conversación podemos escuchar que alguien aplaza sus planes para “cuando tengamos la vacuna”.

Pero la ciencia nunca ha estado bien considerada. O, mejor dicho, bien remunerada, porque por más consideración que se tenga a una profesión, quines la integran tienen la mala costumbre de comer, vestirse y hasta de tener familia. Por increíble que parezca.

Cuando mi hija menor decidió estudiar una carrera científica, tuvo que escuchar diversos comentarios tratándole de hacer desistir y utilizar sus brillantes calificaciones en alguna carrera más productiva, en el más puro sentido crematístico. Al final, adoptó un sonsonete para responder a cualquiera que le planteara semejante cosa. “Estudio para pobre” decía. Y ante tan sincera y demoledora afirmación, la gente no sabía si reír o llorar.

Ahora nos damos cuenta del maltrato de una profesión tan necesaria. Habíamos asumido como algo natural el hecho de que la investigación no tuviera futuro en España, que nuestros jóvenes tuvieran que irse al extranjero si querían seguir su vocación, o conformarse con sueldos de miseria en nuestro país, o con becas que enmascaraban verdaderos trabajos low cost.

Llegamos tarde, sin duda. Pero, como dice el refranero, nunca es tarde si la dicha es buena. Así que deberíamos replantarnos las prioridades. Y la ciencia debería ser una prioridad absoluta para papá estado. Es una lástima que hayamos necesitado una pandemia mundial para darnos cuenta.

Ojalá todo esto haya servido para percatarnos de la necesidad de apoyar la investigación e impedir la fuga de cerebros. Ojalá llegue el día en que, en vez de presumir de tener la mejor liga de fútbol, podamos sacar pecho por tener los proyectos científicos más desarrollados. No habría mejor gol.