No era más que una gripe y nos encerró. A la primera ola le siguieron otras cuatro. La pandemia estaba superada y el verano siguiente tuvo más restricciones que el primero. Tener una vacuna tan rápido era imposible y año y medio después de las primeras voces de alarma sobre un virus desconocido y procedente de Wuhan, cuando nadie sabía situar en el mapa la capital de la provincia de Hubéi, España alcanza la tan ansiada inmunidad de rebaño. El 70%. El sueño de una vuelta a la normalidad que ahora se diluye entre estrategias para administrar la tercera dosis, test sin receta, toques de queda, discotecas cerradas, aforos reducidos y otra promesa truncada: no, nadie saldrá mañana libre de pecado a recrear antiguos festivales, compartir litrona o abrazarse con desconocidos en noches para el recuerdo y el olvido. 

El carácter indomable de la ciudadanía española, afectuosa y cercana en sus relaciones, dicharachera y ciertamente intrépida e inconsciente, capaz de manifestarse a las puertas de un confinamiento brutal y aplaudir a Lorenzo Milá en un reportaje televisado que no mancha su inmaculada trayectoria pero sí manifiesta que dudó, como todos, de la gravedad de lo que sonaba a extraño, ha sido doblegado por un virus del que dijimos que sacaríamos a relucir nuestra mejor versión y ha acabado desembocado en la expresión más irracional del ser humano: el miedo.

Miedo del que somos juez y parte del primero al último. Los políticos que nos gobiernan, sus expertos que les aconsejan, los periodistas que nos preguntamos qué podríamos haber hecho mejor y los que consideran que la dificultad de lo afrontado cubre el expediente. También los tribunales, convertidos en este último año en dueños y señores de la longevidad de lo que proponían los comités técnicos de las administraciones competentes. El derecho individual prima sobre determinada ley, decían algunos, para acabar siendo replicados por sus órganos homólogos en otras comunidades autónomas que veían en la emergencia sanitaria motivo suficiente para pedirle al contribuyente que no viajase más allá del perímetro fijado, saliese a caminar y a correr a determinadas horas -a menos de que fuera al bar, que hay que comer y vender libertad-, se recogiese pronto y no protestase demasiado.

Y en el centro de toda esta amalgama de burócratas, opinólogos, jueces, políticos, expertos de verdad y expertos de los de dime que vendrá, no importa qué sea, que lo resuelvo, los ciudadanos. Los mismos que aguantaron estoicamente prórrogas infinitas de encierro domiciliario. Aplaudidores y aplaudidos. Indispensables algunos por su profesión, mandados a sus casas los demás. Zidanes y Pavones en lo laboral. Todos necesarios en lo humano.  

Y volviendo al aplauso, esta tarde sería bueno recordar a los vecindarios que salían a sus balcones a eso de las 20.00 horas a agradecer sus labores a los trabajadores denominados esenciales. Por el basurero que finiquitaba antes de lo normal su jornada, la del súper que bromeaba con las dotes reposteras de los clientes, el mensajero que transportaba ropa fit a quien no había hecho deporte en 20 años y ahora daba saltos inconexos frente a una tal Jordán en el salón, el Policía que multaba al despistado, el militar que desinfectaba calles y residencias y el personal sanitario en su conjunto. Porque el 70% es suyo. Es su victoria. Y no se la puede quitar que al final no venga acompañada de tranquilidad y verbena.