Hemos hecho de la normalidad la paz de los cementerios que Franco nos permitía. El silencio, la quietud ciudadana, la instauración del mal llamado “orden público” son las coordenadas que encierran a una sociedad en una proclamación de que todo está bien, de la satisfacción en la que todos nos instalamos  en un mundo de algodones blanc

Cuando los pensionistas gritan que con cuatrocientos euros no llegan al fin de la vida, cuando los parados engrilletados por la angustia exigen un puesto de trabajo, cuando el transporte sube un cincuenta por ciento, cuando el consejero de sanidad cierra ambulatorios para que un infartado tenga más oportunidad de ahorrarse la angustia de vivir, se instala la anormalidad, se llama a los antidisturbios, se arrastra y golpea la dignidad humana, se impone el silencio y se restituye la normalidad.

Cuando Franco, la policía disparaba al aire. Siempre disparaba al aire y siempre moría un obrero. Lo certificaba la prensa y la pantalla en blanco y negro. Ahora el plasma sirve imágenes más plásticas. Duelen en el sillón del salón las patadas en la cabeza, la sangre de una muchacha con palomas bajo la blusa, las manos crucificadas por botas negras de uniformes azules capaces de besar unos labios cuando llega la noche. Eran repugnantes los grises. Era triste, muy triste, el entierro silenciado del obrero muerto. Es repugnante capacitar para pisotear, para apretar los cuellos hasta casi ahogar, para disfrutar rompiendo costillas, para golpear hasta que alguien se queda inmóvil sobre los adoquines. Amparado todo por una legislación concebida para devolver a la normalidad las calles de una ciudad cualquiera.

¿Qué es la normalidad?  Ningún ministro del interior de ningún gobierno sabría dar una definición de normalidad dentro de una democracia viva. Es fácil en una dictadura. No hay vida más allá de los límites de un dictador cualquiera. La sangre, la muerte, el silencio son coordenadas impuestas por las estrellas de muchas puntas. Uno soñó con una democracia limpia, ancha, sin montes que la circundaran, con la palabra creciendo como cosecha fecunda. Un desahucio es un regalo a la banca a costa de un matrimonio con un bebé de seis meses. Es el castigo a un trabajador a quien ya se le ha castigado con el paro y un INEM infecundo y estéril. Antidisturbios por si acaso se rebela la pena. Alguien pide más democracia. Antidisturbios por si a alguien se le ocurre exigir más libertad. Alguien pide trabajo. Antidisturbios por si se le ocurre apelar a la justicia. Alguien pide la palabra. Antidisturbios por si alguien pide dignidad.

Me preocupa esto de la normalidad, los métodos para implantarla, la dimensión lineal tan parecida a las dictaduras. Soñábamos en aquel tiempo. Hicimos una democracia azul, bella como un jarrón de ideales, hermosa como un ramo de vivencias. Se nos está agostando, sin olor a dignidad, sin aroma libertario, sin el brillo de las rosas mañaneras, sin el riesgo de una locura en cada esquina. Se nos ha puesto vieja, cansada con treinta y tantos años, acostumbrada, añeja de rutina. Nos están devolviendo a la normalidad, al silencio amortajado y boca arriba, a la paz de las manos cruzadas sobre el pecho.

Lo decía Miguel, dolor limpio de cárcel sucia y tuberculosa: “tanto penar para morirse uno”

Rafael Fernando Navarro es filósofo
http://marpalabra.blogspot.com