El referéndum en Gran Bretaña era formalmente el instrumento ofrecido por el gobierno conservador para confirmar la pertenencia del Reino Unido a la UE con un conocido y peculiar estatus ad hoc… pero, de hecho, se ha convertido en una herramienta política utilizada por la ultraderecha nacionalista y xenófoba para reafirmarse y avanzar.

El gran vencedor en estas circunstancias no es otro que Nigel Farage, líder del UKIP (“Partido de la Independencia del Reino Unido”), la expresión ultra de la oposición a mayor integración en Europa (“el Continente”, según el vocabulario arcaico que aún se utiliza).

El UKIP tiene solo un diputado, pero casi el 13 por ciento de los votos nacionales expresados, laminados por el curioso sistema electoral británico (el escaño para el más votado en el distrito) de un bipartidismo sin parangón. Y tiene, en cambio, el mayor grupo británico en el Europarlamento: 24 eurodiputados.    

La trampa del UKIP

Farage se hizo con el control del ultra-nacionalista UKIP (además, un poco libertario, populista y autoproclamado “social-conservador”) en 2006 y desde entonces, al hilo del debate sobre más Europa, menos Europa o ninguna Europa, arrasó en el campo del euroescepticismo.

El líder conservador convencional y primer ministro, David Cameron, cayó en la trampa de Farage y aceptó, equivocadamente persuadido por las encuestas y su gran victoria en las últimas legislativas de mayo del año pasado, someter a referéndum la pertenencia británica a la UE.

Contaba con una cosa (que en Bruselas le harían más concesiones sobre autonomía legislativa en cuestiones de inmigración) y no contaba con otra: el aluvión de refugiados vía Oriente Medio que alteraría gravemente el escenario y propiciaría en toda Europa un auge de la xenofobia, con resultados visibles en Alemania, Austria y Hungría y pronósticos sombríos en Holanda, Dinamarca.

El calendario del desastre

La UE cumplió y el 19 de febrero aceptó hacer una gran excepción con el Reino Unido y autorizar a su gobierno a frenar por decreto el derecho de los inmigrantes a entrar automáticamente en el generoso sistema de británico de prestaciones sociales. Al día siguiente su gobierno fijó el referéndum para el 23 de junio y se abrió de hecho la campaña electoral.

Como quedó completamente claro, hasta su propio partido estaba dividido al respecto y varios ministros y Secretarios de Estado y casi la mitad de sus diputados lo expresaron con toda naturalidad. De modo clarividente, el líder laborista Jeremy Corbyn, dijo que la concesión de Bruselas no cambiaría nada, pidió su rechazó y, en la mejor tradición del partido, pidió el mantenimiento de la “Europa social”.

El pronóstico laborista se cumplió y solo faltó que el por entonces indeciso Boris Johnson, aún alcalde Londres y muy popular, confesara abiertamente su militancia anti-europea y pasara a ser el emblema de la campaña para que el precipitado Cameron comprendiera que había cometido el error de su vida. El que, con toda probabilidad, le costará el puesto de jefe de los “tories” y ha arruinado su carrera política.

Consecuencias de calado

Cameron – y, para ser justos, casi nadie – podía imaginar que el aluvión de los refugiados, las conductas de los gobiernos más afectados en Europa del sureste y el acuerdo UE- Turquía llevarían a la situación presente. El euroescepticismo británico, de naturaleza histórica y con el respaldo del acreditado desdén británico por la integración europea hizo el resto: adiós a una Europa que no es la nuestra, porque nunca lo ha sido.

Las consecuencias serán extraordinarias, en primer lugar de orden financiero y económico, aunque la preservación de la libra y el poder y autoridad de la City ayudarán a digerirlas. Será cuestión de años arreglar el desastre en términos prácticos y  político-continentales, sobre todo por los ecos que el “brexit” tendrá en sociedades tentadas por un antieuropeismo creciente, como las de Dinamarca u Holanda…

En el registro de la seguridad nacional y la balanza militar, nada cambiará: la OTAN no es sometida a referéndum… y, por cierto, no es ocioso terminar recordando algo que se ha valorado poco: el propio Secretario General de la Alianza Atlántica, Jens Stoltenberg, un noruego, hizo un explícito llamamiento al sí… que la mayoría no ha querido oir. Vivir para ver.