Tobogán de emociones contrarias en esta montaña rusa uniformemente acelerada en que se ha convertido la política española en lo que llevamos de 2024. Unas emociones neutralizan a las anteriores y de inmediato se preparan para la irrupción de las siguientes; unos hechos expulsan a los que les han precedido y se preparan para que otros hechos, más pronto que tarde, hagan lo mismo con ellos.

En las primeras siete semanas de 2024 la amnistía a Carles Puigdemont lo impregnaba todo: los periódicos, los discursos, las tertulias, las indignaciones. Luego vino el caso Koldo, que inicialmente podía dar un respiro a Pedro Sánchez porque, al contrario que el de la amnistía, se trataba de un escándalo cuyo alcance y daños colaterales sí era perfectamente posible acotar desde el Gobierno; todo se complicó, sin embargo, cuando Sánchez decidió matar a su exministro José Luis Ábalos, que quedaba así irremediablemente señalado como culpable: lo que no sabemos todavía es si Ferraz le exigió que entregara su placa y su pistola porque tenía informes de Asuntos Internos que confirmaban su complicidad en la trama de corrupción o si lo hizo simplemente porque había que cavar con toda urgencia un cortafuegos preventivo que aislara a Ábalos y demostrara al mundo que, al contrario que el PP de Feijóo, el PSOE de Sánchez era descarnadamente implacable con la corrupción.

Koldo estaba desplazando a la amnistía, sí, pero las investigaciones policiales sugerían que sus maniobras millonarias de intermediación en la compra de mascarillas por distintas administraciones eran un material altamente inflamable que, en todo caso, la Unidad Popular de Emergencias de Génova 13 intentaría propagar con esa profesionalidad suya tan largamente acreditada por su exitoso historial de pirómanos de élite.

Cuando el caso Naseiro fue el caso Manglano

Pero la montaña rusa no iba a detenerse ahí. Se diría que con Koldo solo acababa de empezar. El martes 12 de marzo, el tobogán de emociones caracoleaba con violencia sobre sí mismo para cambiar súbitamente el sentido de la marcha: el fraude fiscal cometido por el novio de Isabel Díaz Ayuso tomaba el relevo y expulsaba el caso Koldo a las tinieblas de la irrelevancia informativa, si bien con una diferencia no menor: mientras que las andanzas del asesor del socialista Ábalos tuvieron amplio eco en todos los medios, fueran de izquierdas o de derechas, las de la parejísima han sido sistemáticamente ninguneadas en la galaxia mediática conservadora, la cual, del mismo modo que treinta años atrás convirtió cínicamente el caso Naseiro en el caso Manglano ­-por el nombre del juez que investigó aquella trama corrupta de financiación ilegal del PP-, ahora quiere convertir el caso del novio defraudador de la presidenta madrileña en el caso del fiscal que lo investiga e incluso en el caso de los periodistas que intentan confirmar si en el casoplón adquirido con el dinero del fraude y donde cohabita la feliz pareja se hicieron obras de reforma ilegales.

Lo más probable es que a estas horas los diligentes pelotones políticos y mediáticos la Unidad Popular de Emergencias estén rebuscando en el currículum profesional y familiar de la titular del Juzgado de Instrucción número 19 de Madrid, que ha imputado a Alberto González Amador: a poco que encuentren algo, por ejemplo que un primo carnal suyo ocupó el penúltimo puesto en la candidatura socialista de un pueblo perdido de la sierra de Madrid, convertirán el caso del novio defraudador en el caso de la jueza prevaricadora.

El regreso de Puigdemont

Pero no para ahí el tobogán: también al caso Amador-Ayuso le ha salido un nuevo competidor que de alguna manera completa el circuito de la montaña rusa regresando al punto de partida: la convocatoria anticipada de elecciones en Cataluña para el próximo 12 de mayo ha dado a Carles Puigdemont la oportunidad de regresar a aquella primera línea de fuego que le había arrebatado Koldo. El expresident anunciaba “desde el exilio” su candidatura a unas autonómicas en las que socialistas y republicanos hubieran preferido tenerlo lejos.

El propio presidente Pedro Sánchez, en su comparecencia de esta semana ante la prensa, simulaba estar perfectamente tranquilo y se apresuraba a identificar a Puigdemont como un candidato del pasado. El tono del presidente era sosegado, pero su semblante era serio. Bastante serio: a ver ahora si va a resultar que el tipo al que, con un altísimo coste político, había amnistiado como pago a su investidura instrumentalizaba ese perdón penal con la suficiente habilidad como para adelantar electoralmente a Esquerra, sumar con ella y la CUP una nueva mayoría absoluta del independentismo y exigir ser investido de nuevo presidente de la Generalitat.

Tal escenario dejaría a Sánchez herido de muerte. ¿Es improbable que se produzca? Según las encuestas más fiables, no, pues muestran a un PSC en condiciones de dar la campanada el 12-M, pero la situación de un candidato perseguido por los jueces españoles, amparado por los jueces europeos y amnistiado por un Gobierno al que mortifica sin piedad cada vez que tiene ocasión es tan endiabladamente excepcional que ninguna encuesta puede pronosticar fiablemente qué diablos acabará sucediendo el 12 de mayo. El factor Puigdemont es altamente desestabilizador en todos los sentidos. Cataluña vive su propia montaña rusa desde hace más de una década y, ciertamente, muchos, muchísimos catalanes quieren bajarse de ella, pero está por ver que sean suficientes como para invertir el sentido de la marcha propulsada en 2017.

Tiempo de faroles

En la enrevesada partida catalana Puigdemont no es propiamente un tahúr, pero sí un farolero. Un farol es, como se sabe, tanto un envite falso para despistar o intimidar a los otros jugadores como un hecho o dicho jantancioso sin fundamento alguno. Puigdemont ya faroleó en 2017 al declarar una independencia que duró 8 segundos; y también ahora va de farol cuando asegura tener en su mano cartas que en realidad no tiene: su insistencia en la unilateralidad es puramente retórica, como lo son sus promesa de arrancarle al Estado un referéndum de independencia al que hoy -no sabemos mañana- da la espalda una clara mayoría de ese pueblo catalán al que tanto apela.

Pero ir de farolero no equivale a ir de perdedor. Los de ahora son buenos tiempos para los jugadores de fortuna. Que se lo pregunten si no a los ingleses, que con su voto hicieron primer ministro a Boris Johnson, en su día farolero número uno de la partida política europea a muchas cabezas de sus inmediatos perseguidores. Su plaza la ocupa hoy Carles Puigdemont.