El milimétrico resultado que devolvió el poder a Luiz Iznácio da Silva en Brasil este domingo vino acompañado de una celebración por todo lo alto en las calles de Sao Paulo, lugar escogido por el líder del Partido de los Trabajadores para darse un baño de masas con el que demostrar las diferencias existentes con su antecesor y rival en los comicios, Jair Bolsonaro. En 2018, con el 55% en manos del ultraderechista, no hubo celebración pública. Bolsonaro decidió dirigirse a su pueblo a través de Facebook, desde la comodidad de su casa, con un tono más relajado que el acometido en campaña y dejando constancia de sus autoritarias pretensiones: “Las minorías deben arrodillarse ante las mayorías”, dijo entonces, repitiendo así un lema con el que había decidido presentar sus credenciales frente a la sociedad brasileña. Más inclusivo, en el formato y en las formas, fue da Silva este domingo. Cuatro años después, Brasil recupera a un presidente dispuesto a gobernar “para todos”, independientemente de su afiliación o de la papeleta escogida en las urnas.

La de este domingo fue una jornada difícil, larga, con un recuento más ágil que el de la primera vuelta pero con las campanas de un posible boicot sobrevolando en las sedes de los dos partidos llamados a jugarse la presidencia: “Intentaron enterrarme vivo y aquí estoy”, gritó da Silva frente a las decenas de miles de simpatizantes que ocuparon las calles frente al silencio de Bolsonaro. En estas elecciones, cargadas de simbolismo y juego sucio, el paralelismo escogido para su definición ha presentado dos modelos contrapuestos: “Democracia o barbarie” era lo que estaba en juego para el progresista da Silva; “el bien o el mal” era la referencia utilizada por el líder de la extrema derecha brasileña.

El recuento se esperaba complejo, tedioso, reñido. Así fue. Hubo que esperar hasta el filo del 70% de escrutinio para que Lula da Silva se impusiese al ultraderechista Bolsonaro. Fue entonces cuando lo adelantó y poco después cuando lo remachó. El resultado no variaría, y los mensajes de felicitación llegarían minutos después desde todo el mundo: “Envío mis felicitaciones a Luis Inácio Lula da Silva en su elección para ser el próximo presidente de Brasil en estas elecciones libres, justas y fiables”, indicó el presidente de EEUU, Joe Biden. “Brasil ha decidido apostar por el progreso y la esperanza. Tus éxitos serán los del pueblo brasileño”, expresó desde su perfil personal de Twitter el líder del Ejecutivo español, Pedro Sánchez.

Dos ejemplos que dan muestra de la victoria del progresismo en unos comicios marcados por el choque de modelos. Una victoria que deja vivo el fantasma de la polarización. Una victoria reconocida a nivel internacional, pero de la que Bolsonaro ha decidido guardar silencio. “En cualquier lugar del mundo el presidente derrotado ya me habría llamado para darme la enhorabuena por el triunfo. Él no me ha llamado y no tengo certeza de que lo vaya a hacer", espetó el propio Lula frente a la aguerrida ‘marea roja’ que cantaba y celebraba su victoria en las calles de Sao Paulo.

A la espera de ver cuáles son los siguientes pasos del ya expresidente brasileño, que no ha ahorrado esfuerzos en arremeter contra el sistema de votación y sembrar dudas sobre su legalidad, Brasil pone la guinda a una ola progresista que ya ha teñido de rojo la práctica totalidad de Latinoamérica en claro detrimento del populismo y el nacionalismo abanderado por los movimientos disruptores que aguardan en silencio al próximo golpe. De este modo, la victoria de Lula es solo un episodio más del triunfo de los políticos progresistas en los últimos años en Latinoamérica, que se suma a las de Gabriel Boric en Chile, Andrés López Obrador en México, Gustavo Petro en Colombia, Xiomara Castro en Honduras o Pedro Castillo en Perú, entre otros.

El programa que ha llevado a la victoria al socialdemócrata está basado en la protección de las minorías y la clase trabajadora, la subida de impuestos a las élites económicas, el aumento salarial a las clases medias y bajas por encima de la inflación, la protección adicional a la población racializada y LGTBI, una política exterior que aumente la presencia internacional de Brasil y un compromiso con el cuidado del medio ambiente.

Los retos de Lula

La sombra de Lula da Silva era larga. Ha habido que esperar más de lo que las encuestas vaticinaban a finales de agosto. Entonces, algunos estudios demoscópicos vaticinaban que el líder del Partido de los Trabajadores no tendría que esperar a segunda ronda, ya que, según los resultados que cotejaban, obtendría más del 50% de los votos en una primera vuelta en la que Bolsonaro, finalmente, resistió.

Las semanas que han precedido a aquella noche en la que da Silva indicó que su victoria era “cuestión de tiempo” han sido difíciles. Los debates celebrados han dado muestra de la crispación existente, la utilización de bulos se ha convertido en una constante y el grado de aceptación ha ido derivado en un tablero en el que cualquier ficha podía ser eliminada si la concentración fallaba. El grado de nerviosismo en el seno del Partido de los Trabajadores ha ido en aumento, máxime después de que las encuestas no ampliaran su distancia sobre Bolsonaro después de la polémica surgida a raíz de unas palabras del ultraderechista sobre unas adolescentes venezolanas. Cuando el mundo se echaba las manos a la cabeza por la “pedofilia” que denotaban los comentarios de Bolsonaro, Brasil apretaba aún más las cosas.

Finiquitados los temores, con Bolsonaro superado al filo del 70% del escrutinio, con la resaca propia de quien celebra por todo lo alto una victoria compleja y con un sinfín de derivadas, es el momento de analizar cuál es el contexto y hacia dónde deben dirigirse el grueso de los esfuerzos. Con la victoria bajo el brazo, Lula puede optar a desarrollar un nuevo ambicioso proyecto de país que busca, entre otras cosas, combatir la crisis económica con políticas de impulso del consumo, derogar la ley del techo de gasto y una reforma fiscal progresiva con la que gravar las grandes fortunas. Nacionalizar por completo la eléctrica Eletrobras, poner en marcha un gran plan de obras públicas para generar empleo y poner fin a la explotación indiscriminada del Amazonía, son otras de sus promesas.

Bolsonaro, una catástrofe para la economía brasileña

Pese a que Brasil está entre las diez mayores economías del mundo, se ha convertido en un Estado en el que hasta 33 millones de personas pasan hambre, el 15% del total de habitantes. Una cifra que se ha incrementado notablemente desde que Jair Bolsonaro alcanzó el poder presidencial, debido en gran parte a la falta de inversión en políticas contra la pobreza que dieron resultado durante los mandatos de Lula y Dilma Rousseff y la pésima gestión de la pandemia.

Según la Red Brasileña de Investigación en Soberanía y Seguridad Alimentaria (Penssan), durante los años 2020 y 2021, el ejército humano de brasileños que pasan hambre se dobló. Se pasó de los 19 millones en 2020 a los 33,1 millones actuales. Así, poniendo en comparación los datos actuales con los que había cuando el ultraderechista llegó al poder en 2018 se ha registrado una diferencia negativa del 60%.

La crisis por la pandemia del coronavirus actuó como un acelerador de la pobreza en un país que es un gran productor de alimentos. Desde el primer momento, Bolsonaro le restó importancia y no trató de atajarla y ayudar a la población. Fue en 2020 cuando el Programa Mundial de Alimentos de la ONU en Brasil advirtió de que el país se dirigía al mapa mundial del hambre, pero el presidente hizo caso omiso.