Es curioso, tanto tiempo después, cuando creíamos calcinadas las hogueras de las antiguas brujas inquisitoriales, encontrarnos con vetos ideológicos que revolucionan el ágora del siglo XXI. La pira ya se inició el año pasado con la obra de Paco Becerra sobre Santa Teresa, cancelada y retirada de los Teatros del Canal por su directora, en connivencia con el Ayuntamiento de Madrid. Hubo quien dijo que era un precedente peligroso aceptar la injerencia política en la comunidad teatral. El rumor protestante no fue, a pesar de todo, muy agudo. Un poco de ruido, unas pocas nueces, que diría el bardo inglés.

Llegado agosto de 2023, nos encontramos con el nogal calcinado y de las nueces, solo queda una tétrica cáscara vacía, fantasma de todas esas obras que han sido desterradas de la cartelera por un mismo eufemismo que suena a madera muerta, falsa y sin fruto: “ajustes presupuestarios”. Ajustes a los que se encomiendan los partidos de derecha para desterrar de los municipios que gobiernan obras que traen a escena la reivindicación de la igualdad de las mujeres, la transexualidad, la homosexualidad y la memoria histórica.

No olvidemos que el teatro era y es reflejo del debate del ágora. Ya en el siglo V a.C. la Medea de Eurípides horrorizó a sus congéneres masculinos llevando a las tablas lo innombrable: una mujer vengativa, herida, asesina, que llega a decir que preferiría librar tres guerras antes que parir una sola vez: “Nosotras las mujeres somos el ser más desgraciado. Empezamos por tener que comprar un esposo con dispendio de riquezas y tomar un amo de nuestro cuerpo, y este es el peor de los males”.

Eurípides trajo a las tablas la voz de los derrotados cuando lo habitual hasta ese momento era que los poetas, como Homero, fueran custodios de la tradición. Por eso Eurípides, en sus tiempos, no gozó de la reputación o el prestigio de Sófocles o de Esquilo. Era un hombre extraño, que se alejaba del relato del mundo de los dioses para regodearse en el retrato de la miseria de los que habían sido vencidos. Para él, ahí se hallaba lo interesante del personaje, la auténtica tragedia, la voz perdida que merecía una garganta escénica.

Virginia Woolf publicó su magnífico Orlando en 1928. Algunos, en los albores del siglo XX, la juzgaron como “inclasificable”. Hace dos meses fue amputada de la programación que representa Teatro DeFondo, programada en la localidad madrileña de Valdemorillo, y retirada de nuevo por “motivos económicos”, si bien su productor, Pablo Huetos arguye que “a la concejala de Cultura (Vox) no le parece apropiado el contenido, dado que a mitad de la función un hombre se convierte en mujer”.

En su original novela, Virginia nos presenta un personaje que se transforma, pero que sigue siendo el mismo, de hecho, ni a la autora ni al lector le sorprende la evolución de Orlando, que en un natural fluir, acaba relatando desde su nueva realidad la brutal injusticia que percibe como mujer.

El PP de Briviesca canceló El mar: visión de unos niños que no lo han visto nunca, donde se cuenta la historia de un maestro republicano fusilado.

En el panorama fílmico, los niños de Santa Cruz de Bezana en Cantabria se quedaron sin Buzz Lightyear porque desde la concejalía de Cultura, liderada por Vox en un ayuntamiento donde gobierna en coalición con el PP, se juzgó inapropiado el visionado de un beso entre dos mujeres.

En Madrid, Vox pidió censurar La villana de Getafe por sus insinuaciones sexuales. Consideraron inadmisible la presencia de un falo y una vulva en el escenario como atrezo. Imagino a un Lope de Vega muerto de risa, desde el siglo XVI, invitando a un trago a sus censores del 2023, que se desgañitan por la forma sin haber leído jamás el fondo, eminentemente erótico, de las obras de nuestro amorosísimo Fénix de los ingenios.

La más reciente incorporación al cementerio de los cancelados es La infamia, obra de la periodista y activista Lydia Cacho, adaptación de su libro autobiográfico en el que narra su propio secuestro a manos de las mafias mexicanas y donde queda patente la complicidad con un gobierno partícipe de la misma corrupción y violencia. Se llevaría a las tablas toledanas en diciembre en el marco del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las mujeres. No es baladí recordar que el gobierno de PP y Vox estrenado en la capital manchega ha eliminado el área de Igualdad.

¿Os acordáis de Cinema Paradiso? Cuando es inevitable que como a Toto se nos escapen las lágrimas con el último regalo de amor filial y fílmico de maestro a pupilo: el viejo Alfredo, antes de morir, hace un montaje con todos los besos de las películas arrancados por la censura para un ya crecido Toto. El adulto Salvatore consigue así hacer las paces con su pasado, desmembrado cinematográfica y sentimentalmente por una censura que separaba de lo público y de la cultura realidades tan antiguas que en el siglo V a.C. ya hacían enfurecer a los griegos, al grito de “¡Fuera del escenario!”.

Como Alfredo, ¿tendremos que ir preparando el carrete para contarles a los que nos siguen que existen los besos entre dos mujeres? ¿Para recordarles que dos hombres también pueden amarse y permitirse ser sensibles? ¿Habrá que ir ensamblando desde casa esas escenas de Orlando, en las que Virginia Woolf nos susurraba aquello de que las etiquetas de hombre y mujer son artificiales presas que constriñen en riberas de acero el natural fluir humano en su maravilla de corriente de agua viva? Vayamos preparando el carrete y la tinta.

Vayamos preparando las palmas para seguir aplaudiendo a Orlando y a la villana de Getafe y a Buzz Lightyear y a esos alumnos que nunca conocieron el mar. Vayamos preparando aguja e hilo para unir las costuras de las historias que quieren ser cercenadas. O asumamos que los niños que vienen también están condenados a olvidarse del color del océano y de ese aroma a salitre que solo puede vivirse, maravillosamente empapado de agua, desde la butaca de un teatro libre.