La cabalgata de Reyes de Sevilla nos ha dado un respiro. Al fin hemos podido descansar, al menos por unos días, de una actualidad política que no se ha tomado relajo alguno, ni siquiera en agosto, desde que las elecciones del 23 de julio truncaron la mayoría parlamentaria que las derechas creían tener al alcance de la mano. Llevamos cinco interminables meses oyendo discursos y leyendo titulares, artículos y análisis cada día más truculentos que pintan una España cabalgando a galope tendido hacia su destrucción. 

Se llama José Luis Cabeza, fue novillero en su juventud y arrendador en su día del conocido emprendedor Tomás Díaz Ayuso, hermano de Ella. El empresario blanco pintado de negro que ha encarnado este año al Rey Mago Baltasar merece nuestro reconocimiento por haber tenido la chusca ocurrencia de disfrazar al pobre monarca africano con una túnica chapada con hombreras taurinas verde y oro y rematada con mangas bordadas al estilo de las chaquetillas que visten los paladines del albero que maltratan, torturan y humillan con mucho arte y ninguna piedad a los pobres toros que se cruzan en su camino. Un Antonio Burgos milagrosamente resucitado, antitaurino y de izquierdas se habría puesto las botas en una ocasión como esta.

El mérito, involuntario pero mérito al cabo, de Cabeza es habernos hecho olvidar durante unas horas que la España democrática y constitucional tiene las horas contadas debido a los ardides, malas artes y traiciones de Pedro Sánchez Belcebú. Pero en esa leve amnesia empiezan y acaban los merecimientos de nuestro hombre: su cara anacrónicamente embetunada y su disfraz ridículamente impropio nos retrotraen a una Sevilla casposa y trasnochada que creíamos haber dejado por fin atrás. 

Desde su defensa algo integrista de la cabalgata como si de una inmarcesible seña de identidad de la ciudad se tratara, también a la prensa conservadora sevillana, que hoy por hoy viene a ser toda, le incomodan las hombreras y el betún de Cabeza. Y es que en vísperas de estrenar el segundo cuarto del siglo XXI, lo suyo es que Baltasar sea un señor negro sin pintar y concurra ataviado de Rey Mago, no de matarife con ínfulas de artista.

Imposible, viendo a nuestro Baltasar castizo, no imitar a la gran Cayetana Álvarez de Toledo cuando, allá por 2016, se lanzó en plancha contra la alcaldesa de Madrid por haber permitido esta que el rey Melchor vistiera una túnica sospechosamente rosa. La inteligencia, por todos reconocida, de la diputada conservadora no fue en aquel trance obstáculo para que aflorara su vena cursi, hasta entonces desconocida por el gran público. Contó Álvarez en Twitter el desconsuelo de su hijita de solo seis años cuando vio aquel espantajo de Rey Melchor: “Mamá, el traje de Gaspar no es de verdad”, para a continuación dejar para la historia universal de la cursilería esta frase inmortal: “No te lo perdonaré jamás, Manuela Carmena. Jamás”.

Tentador, pues, que copiemos sin contemplaciones a la marquesa de Casa Fuerte y afeemos al alcalde de Sevilla, José Luis Sanz, lo que mismo que ella afeó a la alcaldesa de Madrid: “No te lo perdonaré jamás, José Luis Sanz. Jamás”, todo ello formulado en un tono amablemente navideño y algo zumbón y dando por sentado que, aun con todo, tanto el uno como la otra merecen más nuestra indulgencia que nuestra censura.

Los reproches, en todo caso, habría que hacerlos, más que al extravagante Baltasar o al regidor José Luis Sanz, al mismísimo Ateneo de Sevilla, institución muy venida a menos desde hace demasiadas décadas: hace cien años era capaz de reunir a lo más granado de la intelectualidad y la poesía del país para homenajear a don Luis de Góngora y hoy se nos ha quedado para vestir Reyes Magos que ni son reyes ni son magos, adornar carretas que no son carretas sino tractores y desencadenar cada 5 de enero una avalancha de crónicas periodísticas y televisivas subidísimas de azúcar donde la ñoñería se bate cuerpo a cuerpo con la impostura sin que ninguna de las dos acabe de derrotar del todo a la otra. 

Los únicos que se salvan en todo esto son, cómo no, los niños: sus padres creen que a los pequeños les hace muchísima ilusión ver las carrozas, pero ellos en realidad van a la cabalgata a pillar caramelos y a hacer tiempo hasta la hora de recoger unos regalos que por supuesto no se han ganado. Con sus caritas angelicales, los muy pillines ocultan taimadamente sus intenciones para no desilusionar a sus pobres progenitores. Ellos sí que saben de disfraces y no el soseras de Baltasar.

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