La ‘pacificación’ de Cataluña es seguramente el mayor servicio prestado a España por Pedro Sánchez a lo largo de esta legislatura, pero es también y paradójicamente la herida abierta por la que los socialistas se vienen desangrando sin remedio. El abyecto ‘Que te vote Txapote’ ocupa todas las portadas, pero en realidad su impacto electoral sería insignificante si no mediara la cuestión catalana: el ‘procés’ y su gestión por el Gobierno de coalición son el telón de fondo que da visibilidad a un personaje tan absolutamente secundario en este drama como es Bildu.

Las encuestas predicen que el próximo domingo unos cuantos y decisivos cientos de miles de votantes socialistas de 2019 o bien se abstendrán o bien elegirán la papeleta del Partido Popular, cuyo plan, por cierto, para encauzar constitucionalmente el conflicto catalán es… ninguno. Quizá las encuestas se equivoquen, pero parece poco probable: en todo caso, la izquierda tiene solo una semana para quebrar tan adversas predicciones.

Sorprendentemente sin embargo, los estrategas de la campaña socialista parecen haber decidido obviar la cuestión catalana, se diría que temerosos de que presumir de los servicios prestados en materia territorial al país pueda reportarles menos aplausos que reproches. Pacificar Cataluña ha tenido, naturalmente un precio que esos exvotantes socialistas consideran no ya desorbitado sino directamente ofensivo: ven en el indulto a los líderes del ‘procés’ y en la modificación ad hominen del Código Penal pecados de lesa patria que un español razonablemente patriota no puede perdonar.  

Cataluña es una herida en el costado del Gobierno de España pero un boquete en el costado de España misma, donde amplias capas de la población que habita a este lado de la depresión del Ebro se siente humillada y ofendida en lo más íntimo por un independentismo que ha sido capaz de enrolar a media comunidad bajo la bandera de ‘Catalonia first’. El hecho de que buena parte de la izquierda catalana haya desfilado bajo ella por las colosales avenidas europeas de Barcelona sigue desconcertando a gran parte de la izquierda española. El desconcierto no es del todo infundado, pues no en vano el lema primigenio de cualquier izquierda siempre fue ‘Todos somos iguales’, mientras que el de cualquier nacionalismo acostumbra a ser ‘Nosotros somos mejores’.

Ciertamente y con carácter general, los alemanes se creen mejores que los franceses, los franceses mejores que los españoles, los españoles mejores que los marroquíes y los marroquíes mejores que los senegaleses, pero no necesariamente ese sentimiento inevitable aunque algo vil tiene por qué materializarse en un programa político. De hecho, la Unión Europea es justamente todo lo contrario, un ambiciosísimo programa de desnacionalización de las naciones del continente.

En todo caso, cuando dos millones de españoles quieren dejar de serlo, el problema no puede arreglarse a hostias, Código Penal en mano, que es lo que le pide el cuerpo a una gran mayoría de los votantes de derechas y a una porción no mayoritaria pero nada despreciable de los de izquierdas. El independentismo logró despertar de su modorra democrática a la España legendaria y matamoros, que diez años después de activarse el conflicto catalán permanece insomne y sedienta de revancha. El domingo 23 veremos si logra colmar sus ansias.