Isabel Díaz Ayuso se ha abascalizado, el desabascalizador que la desabascalice buen desabascalizdor será. Pablo Casado se ha ayusizado, el desayusizador que la desayusice etc., etc.

El círculo populista se completa con la evolución del propio Santiago Abascal, que esta semana ha participado en Varsovia en una cumbre de ‘patriotas europeos’ yendo del bracete de tipos tan inquietantes como los primeros ministros de Polonia y Hungría, Orbán y Kaczyński. Abascal se ha orbanizado, el desorbanizador que lo desorbanice etc, etc.

El presidente del PP corre como pollo sin cabeza, pero siempre lo hace en una única dirección. Puede que le falte seso pero no instinto: si a finales de 2020 pensaba que la mejor manera de aproximarse a la Moncloa era descalificar y aun ofender al líder de Vox, a finales de 2021 piensa que imitarlo acortará su trayecto hacia palacio. Si a Ayuso le dio resultado ¿por qué no habría de dárselo a él?

Refundación populista

Lo mismo ha debido pensar Santiago Abascal. Vox había mantenido hasta ahora una distancia no grande pero sí prudencial con el núcleo duro de la extrema derecha europea, pero la cumbre de patriotas europeos en Madrid, prevista para enero, ungirá a Abascal como el Viktor Orbán del sur.

La jugada ultra no está, sin embargo, exenta de riesgo: los votantes españoles de Vox no son antieuropeístas, son solo anticatalanistas. Paradoja, por cierto, a estudiar: los genuinos refundadores del populismo en España han sido los nacionalistas catalanes, no la ultraderecha o Podemos.

Pablo Iglesias e Íñigo Errejón nunca fueron verdaderos populistas: solo eran lectores compulsivos y alucinados de un intelectural argentino llamado Ernesto Laclau que bautizó como populismo lo que solo era la última y más alambicada y abstrusa versión de un comunismo que no se atreve a confesarse a sí mismo el doloroso fracaso de su proyecto histórico. 

Pablo a la naranja

Casado es un hombre dispuesto a sacrificarlo todo para ser presidente de España, pero es también un tipo consciente de que solo tiene una oportunidad para logarlo, una sola, la que le dará Pedro Sánchez cuando convoque elecciones: si falla, Isabel Díaz Ayuso dará buena cuenta de él.

Quienes ahora ejercen de bomberos en Génova apagando los fuegos que enciende Ayuso se transmutarán en diligentes cocineros que trincharán en un santiamén al pavo Casado, lo pondrán al horno y se lo servirán con guarnición a la presidenta madrileña, que acompañará el banquete con unas buenas cañas de España.

Las sobras del festín se las echará Ayuso a los perros de la prensa que hoy defienden a Casado con la misma determinación que mañana devorarán lo poco que la insaciable Princesa de la Libertad haya dejado de él.

Seguro que a un buen número de votantes del PP les incomoda ese Casado que dice ‘coño’ en el Congreso, que presagia la ruina de España, que propone a un sinvergüenza para el Constitucional o desdeña la energía solar porque “a las ocho de la tarde ya es de noche”, pero no por ello van a dejar de votarlo.

Pesará mucho más en ellos la hostilidad rayana con la inquina que sienten hacia Pedro Sánchez que la reticencia, vecina del desdén, que puedan sentir hacia Casado.

Un líder sin atributos

Muy probablemente Pablo Casado calcula que para llegar a presidente del Gobierno necesita desplegar un discurso radical-populista del que podrá prescindir sin dificultad cuando se asiente en la Moncloa.

La idea no es descabellada: de hecho, ya la practicó con éxito José María Aznar, que entre 1993 y 1996 ejerció una oposición de tierra quemada en la que todo valía, incluso culpabilizar a Felipe González del asesinato terrorista de su amigo Francisco Tomás y Valiente.

Pero Aznar tenía una personalidad pública definida, reconocible, como la tenían Felipe González, Mariano Rajoy, José Luis Rodríguez Zapatero o Pedro Sánchez. O como la tienen Isabel Díaz Ayuso o Santiago Abascal.

El problema de Casado es que no tiene una personalidad identificable: su conducta es tan errática y voluble que resulta casi imposible no pensar que es un político frívolo, inconsistente, poco fiable: alguien a quien incluso el siempre elástico disfraz de populista le viene un poco grande.