Lo que enciende a la derecha es la izquierda, no la amnistía. Mucho más Pedro Sánchez que Carles Puigdemont. El hundimiento, la disgregación y la ruina de España que desde la moción de censura de 2018 vienen pronosticando los políticos del PP y Vox y los periodistas con título de profetas de El Mundo, La Razón, ABC, El Confidencial, El Español, El Independiente, OKdiario, la COPE, es.Radio y (a ratos, no a tiempo completo) Onda Cero no han tenido lugar. Más bien ha sido al revés: los datos económicos y los avances sociales en toda España y la distensión en Cataluña certifican lo contrario, y por eso Pedro Sánchez tiene el buen nombre que tiene tanto más allá de los Pirineos como al otro lado del Atlántico, donde nadie con dos dedos de frente comparte el diagnóstico de la derecha nacional sobre la torva personalidad y las aviesas intenciones del primer ministro español.

En sus diatribas contra Pedro Sánchez Satán, las derechas tienen razón en una cosa: el presidente en funciones va a impulsar una amnistía porque necesita los votos de los partidos independentistas catalanes para renovar su cargo. Ahora bien: en el caso de no haber necesitado tales votos para ser investido no es improbable que el nuevo Gobierno hubiera impulsado motu proprio una ley de perdón ante la perspectiva de la celebración de decenas de juicios a cargos intermedios de ERC y Junts que, de nuevo, podrían haber sembrado la discordia en Cataluña, ahondando todavía más el abismo que separa a los catalanes entre sí y a buena parte de ellos con el resto de España.

Un precio alto pero no inasumible

Si el precio de la reconciliación es una amnistía, tal vez no sea demasiado alto y valga la pena pagarlo. El riesgo, obviamente, es que la amnistía no tenga los efectos benéficos que le atribuye la izquierda y que el Puigdemont amnistiado vuelva a las mismas andadas que le llevaron a Waterloo escondido en el maletero de un coche. Pero, incluso salvando los afilados escollos judiciales que le esperan, la amnistía no resolverá, en ningún caso, el problema del encaje definitivo de Cataluña en España: es un conflicto demasiado viejo y cuenta con la simpatía de demasiados catalanes como para quedar resuelto. No puede resolverse, pero sí sosegarse, sí regresar a los cauces de la institucionalidad de los que nunca debió salirse. A esa distensión eternamente provisional Ortega la llamó conllevancia.

Ante el órdago independentista que culminó el 1 de octubre de 2017, Mariano Rajoy cometió un error grave pero bien fundado, un error que difícilmente estaba en condiciones de no cometer: se equivocó al proclamar ‘no habrá votación’, porque con ello se obligó a sí mismo a desplegar un gigantesco dispositivo policial una vez constatado que el independentismo, al inundar Cataluña de urnas, había burlado a los servicios de inteligencia del Estado. Salvo en el caso de Puigdemont y el puñado de escuderos que lo acompañó en su fuga, lo que el separatismo no logró burlar fue a los servicios judiciales de ese mismo Estado cuyos servicios legislativos planean ahora acudir a su rescate.

Que Pedro Sánchez sea –como juran y perjuran sus enemigos aunque muy pocos de ellos lo conozcan en persona– un narcisista redomado, un ambicioso insaciable o un egoísta sin escrúpulos es del todo irrelevante. Cabría preocuparse de verdad si fuera un irresponsable: pero, se ponga como se ponga la derecha, hasta ahora no cabe acusarlo con fundamento de tal pecado. Si es cierto que Pedro comenzó su carrera política como oportunista, también lo es que se ha propuesto acabarla como estadista.

Un perdón sin freno ni marcha atrás

Si la amnistía llega a aprobarse y, como cabe esperar, contribuye decisivamente a la normalización política, social e institucional de Cataluña, con el compromiso –tácito o explícito– del independentismo de respetar la legalidad, en caso de verse obligado Pedro Sánchez a adelantar las elecciones en 2024 o 2025, es poco probable que la derecha optara por su derogación de obtener esa mayoría suficiente para gobernar que las urnas le negaron en julio pasado. ¿Alguien cree de verdad que, en ese escenario a uno o dos años vista, el virtual inquilino de la Moncloa Alberto Núñez Feijóo se arriesgaría a incendiar nuevamente una Cataluña pacificada revirtiendo la ley de perdón que, ciertamente, había sido la palanca para hacer otra vez presidente al diabólico Sánchez en noviembre de 2023, pero también el bálsamo que había restañado muchas de las graves heridas infligidas a Cataluña por el independentismo echado al monte en 2017 y agravadas por la legítima pero tal vez desmesurada respuesta judicial del Estado? De la legitimidad de tal respuesta no cabe dudar; en cuanto a si hubo o no desmesura, será el Tribunal Europeo de Derechos Humanos quien lo diga.

Cabe pensar que con la amnistía, si es que llega a materializarse y pasa la prueba del Tribunal Constitucional y de los jueces, ocurrirá lo mismo que ocurrió con los indultos, la ley del divorcio, la ley del aborto, la ley de la eutanasia o la ley del tabaco: que su tramitación despertó las iras desbocadas de la derecha pero, una vez aprobadas, el PP se limitó a acatarlas con toda naturalidad, sin atreverse a derogar aquello que tan insoportable le resultaba en el pasado. Suelen, eso sí, recurrirlas al Constitucional, pero si pierden no se inmutan ni se avergüenzan: cuando gobiernan de nuevo, rara vez optan por la derogación de las leyes que estando en la oposición auguraban que destruirían la vida, la familia, la hostelería o la unidad nacional.

Como tantas veces, lo único que de verdad apacigua a la derecha es volver al poder; lo que verdad la incendia es no tenerlo: la incendió en febrero de 1936, en junio de 1993, en marzo de 2004, en junio de 2018 y, finalmente, en julio de 2023. Estaría dispuesta incluso a amnistiar al mismísimo Carles Puigdemont si a cambio obtuviera la cabeza de Pedro Sánchez, sentando a Feijóo en la Moncloa: por supuesto, haría tan doloroso sacrificio no por el poder sino por España. Siempre por España.