Igual que cuando se debate de impuestos, la pregunta no es si subir o bajar, sino a quién, cuando se habla de modelos educativos la pregunta no es cuál, sino para qué, es decir, qué queremos conseguir con un modelo o con otro. Esta pregunta es también aplicable al eterno debate sobre la jornada continua y partida.
Hasta ahora, por desgracia, el debate sobre la jornada escolar ha girado no en para qué es mejor una jornada u otra, sino para quién es mejor. Durante años la discusión se había estancado en posturas enfrentadas entre quienes defendían uno u otro modelo en nombre del mejor desempeño educativo. No obstante, sucesivos estudios vinieron a demostrar que no había evidencia suficiente para concluir que una u otra jornada era mejor para el alumnado. Resuelta esta disputa, y no pudiendo reclamarse ninguna de las opciones como defensora del interés general educativo, entró en disputa si el tipo de jornada era un problema de conciliación de las familias o de derechos laborales de los docentes; otra vez un debate irresoluble que ha generado una fractura en muchos centros escolares de una comunidad educativa a la que se necesita unida para que el sistema funcione.
Como todo en este país, hay enormes variaciones en este debate entre unas comunidades autónomas y otras. En algunas no hay debate porque las administraciones establecen la jornada sin discusión, en otras hay variedad de modelos sin mucha pelea, pero en la Comunidad de Madrid, que es donde yo vivo, este debate ha sido una guerra a cara de perro entre las familias, y de éstas con los equipos docentes, en la que la administración ha estado ausente, dando lugar a que el tema de la jornada escolar fuera una pelea recurrente año tras año, lo que es una forma de tomar partido. Pero reciente y sorpresivamente la Presidenta se ha movido, apostando por la jornada partida frente a la continua.
A muchas familias madrileñas que apuestan por la pública, acostumbradas a que la administración madrileña casi nunca respalde sus demandas, ni tan siquiera las escuche, les ha sorprendido este cambio de rumbo. A mí no, porque ya hace muchos años que este conflicto sólo afecta a la educación pública, pues prácticamente la totalidad de los centros concertados (que es donde están escolarizados la mayoría del alumnado madrileño) tienen la jornada partida. Sean cuales fueran las razones de la administración, implica que al menos han asumido su función como responsables de ordenar las condiciones de trabajo de los empleados públicos, también en el sector de la educación, y este hecho debería permitirnos al resto de la comunidad recuperarnos como tal, y centrarnos en el debate importante: para qué sirve la educación.
En mi opinión, desde un pensamiento progresista, la educación, al menos en el periodo infantil que yo extendería entre los 0 y los 14 años, tiene tres funciones que ordeno por importancia creciente; adquisición de conocimientos básicos en lo que podríamos llamar alfabetización y cultura general, socialización, entendida como la adquisición de las normas de comportamiento aceptadas y aceptables en la sociedad en la que se vive y, por último y más importante, la reducción de las desigualdades sociales de origen.
Por desgracia, las sucesivas reformas educativas, y casi todos los sistemas de evaluación de calidad y éxito del sistema, han ido olvidando estas dos últimas funciones e instaurando, y extendiendo a la mayoría de las familias, la preponderancia del objetivo de la adquisición de conocimientos para el futuro desempeño académico y laboral. No hace falta leer todas las leyes educativas de la democracia, basta con leer sus exposiciones de motivos y se verá esta triste evolución en favor de la adquisición de conocimientos, en detrimento de la formación (que se parecen, pero no son lo mismo).
Tener un sistema educativo que no centra su misión en la reducción de las desigualdades de origen produce un efecto segregador que consolida una sociedad cada vez más desigual, no sólo en términos de capacidad adquisitiva futura de los estudiantes, sino en lo que quizá es más importante, esto es, el capital social y el capital cultural. Además, se trata de un modelo educativo que centra la atención en las horas lectivas, los contenidos, las capacidades y obvia todo lo demás que, en mi humilde opinión, es lo fundamental de la educación.
No sé cómo es la realidad de la comunidad educativa en otras regiones, pero en la Comunidad de Madrid, cualquiera que me lea y tenga hijos, hijas o hijes escolarizados, y por tanto haga vida de puerta de colegio, de patio y de parque, sabe de lo que hablo: las diferencias sociales en función de la familia de origen, especialmente en términos de capital social y cultural, se evidencian el primer día del curso de la etapa infantil y permanecen estables hasta que abandonan el centro a los 11 años, camino del instituto, donde terminan de consolidarse. Cuestiones como a qué hora entras al cole -si en los desayunos o con la primera clase-, si vas a comedor o no, si haces una extraescolar molona en horarios puntuales o si te quedas a todas las gratuitas desde el final de la jornada escolar hasta la hora de la cena… y algunas otras diferencias que se dan en el seno de la jornada lectiva escolar, marcan el lugar social que ocupa tu familia de origen, y el capital social y cultural con el que te han traído al mundo, y lo que es aún peor, permanecerá inamovible en toda tu vida escolar y tendrá mucha relación con tu futuro académico y laboral, salvo heroicas excepciones.
Un modelo educativo así, condena a la sociedad a consolidar la desigualdad hasta casi la congelación y, por tanto, deja de garantizar la igualdad de oportunidades y de remover los obstáculos para el pleno desarrollo de la personalidad, que, según la Constitución, es la obligación de los poderes públicos.
Me sorprende y cabrea que hayamos aceptado la milonga de que esta cruel segregación social es el resultado de la meritocracia individual desde la más tierna infancia, y que no nos empeñemos más en poner el acento en que lo que de verdad marca la diferencia, es todo lo que rodea el sistema educativo; no sólo en la igualdad de oportunidades, sino en el éxito o el fracaso de todo el recorrido escolar, y por tanto, de las posibilidades de cualquiera de mejorar las condiciones de vida de su familia de origen.
No son tantas cosas, pero es urgente que nos pongamos a pelear por ellas: comedores escolares universales y gratuitos, reducción de ratios, pareja educativa, al menos en la etapa infantil, más equipos psicopedagógicos y maestros de apoyo para la atención temprana, psicológica y de orientación, menos horario laboral y mejores salarios para que la extraescolar sea un complemento educativo y no un parche precario a la precariedad, más deporte, arte y creatividad accesible, más mediadores que actúen en los aspectos de la convivencia y, sobre todo, más tiempo y reconocimiento profesional a los docentes y a las familias para hacer de los centros verdaderas comunidades educativas.
Ahora que nos han dado la oportunidad de dejar de pelearnos por la jornada, entre quienes estamos más interesados en el éxito de la educación pública, busquemos la forma de unirnos para que mejoren las condiciones de nuestra educación pública, sólo con ella podremos revertir un sistema desigual y conquistar la oportunidad como sociedad de ser mejores.