El hecho que cabría calificar como más singular sobre los pregoneros de la Semana Santa de Sevilla es que hasta ahora, que se sepa, ninguno de ellos ha sido detenido por haber perpetrado impunemente sus plúmbeos, remilgados y empalagosos pregones y sin que jamás de los jamases los cronistas locales se hayan atrevido a afearles ni su prosa criminalmente amanerada ni su querencia a unos ripios que, de haber tenido la desgracia de sufrirlos, habrían hecho removerse en sus tumbas a tantos poetas de talento como ha dado Sevilla a la historia de la literatura.

La prosa

Ciertamente, ante determinados fragmentos en prosa de algunos pregones aún cabría mostrar un poco de indulgencia: no tanta, claro está, como para decretar la absolución del reo, pero sí para rebajar la condena a un periodo nunca superior a dos años y un día de reclusión, pero manteniendo, eso sí, imprescriptible la orden de alejamiento de plumas, lápices, pinceles, bolígrafos, móviles y ordenadores portátiles y/o de mesa, así como de cualesquiera otros instrumentos, herramientas o dispositivos susceptibles de ser utilizados por el convicto para consumar nuevos delitos de lesa literatura.

El verso 

No cabe, no puede caber la misma clemencia, sin embargo, ante las largas tiradas de versos, bien escatológicos bien marianos, que todo pregonero sevillano se siente en el deber de componer para la ocasión, optando preferiblemente la mayoría de ellos por el popular octosílabo, aunque no faltan temerarios que se aventuran con el alejandrino, al que al parecer atribuyen mayor enjundia teológica que al modesto metro de ocho sílabas. En todo caso, está bien contrastado por la experiencia histórica que el octosílabo suele arrancar del respetable muchos más aplausos que el alejandrino y no digamos ya que el endecasílabo. El verso libre está proscrito, dado el riesgo de ser confundido con la prosa.

Los aplausos

El baremo, como se sabe, para medir científicamente el éxito de un pregón es el número de veces que los aplausos interrumpen al incansable vate. Al término de su fervorosa brasa, los informadores locales certifican en sus crónicas el número exacto de interrupciones y a partir de ahí evalúan, siempre tirando por lo alto, al pregonero.

Para un creyente no sevillano, y no digamos ya para un ateo, resulta enigmático el entusiasmo que despiertan los pregones en la Sevilla institucional: sin duda, ese escéptico puede entender y compartir el fervor popular, puede dejar escapar una lágrima en las callejas de Triana al paso de la Esperanza, puede compartir ese politeísmo con tintes heréticos que se agazapa tras la veneración que cada barrio siente por su Virgen y solo por ella, como si esa Virgen fuera el Betis o el Sevilla, pero lo que ese agnóstico, ese ateo, ese creyente no sevillano no puede entender es la desmedida pasión que la ciudad oficial siente por los pregones, un rancio subgénero devoto-literario que cada año por estas fechas renuevan sin piedad los elegidos por el Consejo General de Hermandades y Cofradías de Sevilla. En esta ciudad no hay poeta malo ni cronista bueno que no sueñe con ser algún día nominado para tan alta ocasión: si en Hollywood el éxito es que te den un Oscar, en Sevilla es que te nombren pregonero de la Semana Santa. 

¿Para cuándo la Ley Mordaza?

¿Urge, pues, adoptar medidas coercitivas? ¿Habría que aplicar con severidad y de una vez por todas la Ley de Mordaza? ¡Desde luego! El hecho incontestable es que todos los pregoneros que todavía siguen vivos, y que sea por muchos años, permanecen hoy por hoy en libertad: una libertad, por cierto, ni siquiera vigilada, lo que evidentemente los convierte en una amenaza literaria de primer orden, pues en cualquiera de las muchas semanas santas que les quedan por vivir podrían ser llamados por alguno de los cientos de hermanos mayores que en Andalucía proliferan como setas para encargarles el pregón de su pueblo.

¡Al infierno con ellos! 

Con los pregoneros ya fallecidos, que en paz descansen, no existe ese riesgo, al menos en el planeta Tierra, aunque no así en el otro mundo, por donde, de existir la vida eterna, la resurrección de la carne y el propio Cielo, pulularán en estas fechas los vates difuntos de Sevilla intentando colocar sus ripios a la incauta parroquia celestial, aprovechándose los muy cucos de que, como aquellas gloriosas latitudes estarán rebosantes de mansos, bienaventurados e inocentes, nadie osará rechazar su traicionera invitación a escuchar durante no menos de 90 interminables minutos sus alabanzas, ya sea en verso ya en prosa, a la Macarena, el Gran Poder o la Iniesta, todo ello bien condimentado con la rememoración pormenorizada de aquellos días lejanos de la infancia en que sus manitas tocaron por primera vez el manto de tal Virgen o sus tiernos labios besaron el sayo consagrado de tal otra.

Inciso final

[Al desocupado lector interesado en la derivada textil de nuestra Semana de Pasión, mencionada muy de pasada en el párrafo anterior, cabe recomendarle el libro verídico ‘El arte de vestir a la Virgen’ (Editorial Almuzara, 24,95€), escrito no a dos ni a cuatro sino nada menos que ¡a seis manos! por el investigador José Ignacio Sánchez Rico, el profesor Jesús Romanov y el vestidor Antonio Bejarano, gracias a cuyos desvelos la bibliografía cofrade suma a su ingente dimensión este bien documentado volumen sobre un tema que, aunque apasionante, no había merecido hasta ahora la debida atención de los eruditos del planeta cofrade. Cualquier día vemos, ¡Dios no lo quiera!, a sus autores de pregoneros de la Semana Santa de Sevilla].