Cuando el nuevo Gobierno ni siquiera ha empezado a andar, los grandes derrotados se empeñan en poner palos en las ruedas. Ya estaba claro que no sería una legislatura fácil. La coalición de Gobierno cuenta con escasos 135 escaños, muy lejos de la mayoría absoluta requerida para, por ejemplo, aprobar los nuevos presupuestos. Lo que no era previsible era que las hostilidades llegaran a cotas tan altas como no se recuerdan desde la restauración de la democracia.

Aquel acuerdo tácito de los cien días de gracia que se otorgan a los nuevos gobiernos hace tiempo que voló por los aires. Las furibundas críticas empezaron antes, incluso, de que Pedro Sánchez prometiera su cargo. Estrictamente, en el minuto 1 después de que se conociera el resultado de las elecciones del 10 de noviembre.

Pocos días después de que Pablo Casado marcara el camino que iba a seguir, el ex presidente del Gobierno José María Aznar, reunido con el ex presidente de Francia Nicolas Sarkozy, ratificaba el rumbo, al manifestar su “angustia y preocupación” ante un gobierno “con comunistas chavistas a favor de Venezuela y consentido por el independentismo”.

El pleno de investidura no fue más de lo mismo. Fue peor. Nunca antes en esta joven democracia hubo semejantes insultos y ataques indiscriminados al candidato a ser investido presidente. Nunca antes hubo semejantes presiones para que los diputados votaran en contra de su propio partido. Nunca antes un diputado tuvo que esconderse la noche anterior para escapar de amenazas relacionadas con su voto.

Parece que hubiera pasado un siglo desde ese pleno y no ha pasado ni una semana. Y como no se puede estar en misa y repicando a la vez, la derecha cae en flagrantes contradicciones. Por ejemplo, se vanagloria de que con cuatro vicepresidencias se diluya el poder de Pablo Iglesias en el nuevo Gobierno, por un lado, y por el otro, considera un despilfarro tanto nuevo ministerio. La misma derecha que en la Comunidad de Madrid elevó el número de consejerías de siete a trece. La misma que dice que Sánchez mintió, es la que basó buena parte de su campaña electoral para las municipales con la promesa del desmantelar el proyecto Madrid Central. Un protocolo puesto en marcha por la ex alcaldesa Manuela Carmena para rebajar la contaminación en el centro de la ciudad.

La llamada a la cordura de los líderes del Partido Popular de Galicia o del País Vasco no hacen mella en Pablo Casado que, desde las elecciones de abril, hace pequeños viajes con poca convicción hacia el centro político para, casi inmediatamente, abandonar la moderación y volver a lo que parece su zona de confort: la crispación y la ultraderecha.

Olvida algo el señor Casado: Vox ya no puede rebañar más votos a Ciudadanos, que ha quedado como una fuerza testimonial. A partir de ahora, cada pequeño crecimiento del partido ultra será a costa del PP. Fue patético ver a Inés Arrimadas mendigando un voto negativo, como si se tratara de una directora de una triste subasta: “¿No hay un solo voto valiente de esta bancada como el de la señora Oramas?” Es decir, ¿quién da más, quién da más?

Las alternativas de Pablo Casado son claras: recuperar el espacio de centro derecha o alzar el martillo de una subasta en la que Vox sí pujará.   

Enric Sopena es Presidente Ad Meritum y fundador de ElPlural.com