La hipocresía y la mentira útil forman parte irremediablemente de la política, junto a otros valores mucho más elevados y elogiables, felizmente. No hay que rasgarse las vestiduras, aunque esta realidad ayuda a comprender el desafecto existente y creciente respecto de políticos y gobernantes. Unos y otros valores y vicios se alternan en su protagonismo según la agenda marque campaña electoral, negociación de pactos o desarrollo institucional de la legislatura. Estamos en la temporada alta del intercambio de promesas según las urgencias de cada uno, lo que se traduce en un espectáculo muy vistoso de cambios permanentes y repentinos de posiciones y valoraciones. La formación de los grupos parlamentarios en el Congreso y la búsqueda de socios para la investidura fuerzan a los protagonistas a desayunarse sapos, sea para la improbable de Alberto Núñez Feijóo o para la imprevisible de Pedro Sánchez.

Raimon Obiols, antiguo líder catalanista del PSC ahora convertido en observador preciso y poético de la actualidad, escribió hace 35 años un artículo mordaz sobre algunas razones que podían ayudar a comprender la exitosa huelga general convocada por UGT y Comisiones Obreras en 1988 contra el gobierno de Felipe González. El título de la pieza era obiolismo puro: “Apoteosis barroca del dinero” y se refería a la desazón popular creada por personajes como Mario Conde y compañía en una situación económica complicada y a una política gubernamental discutible. Hurtándole a Obiols su estilo, se podría escribir que ahora misma estamos en plena apoteosis de la hipocresía política. Más difícil es afinar en las consecuencias que puedan a provocar tal apoteosis.

La coyuntura es incierta, existe cierta angustia por el desenlace y los protagonistas han dado rienda suelta a un pragmatismo sensacional. El candidato Feijóo, abrazado a VOX, hace guiños negociadores a Junts y ERC, olvidándose que, según la doctrina del PP, hablar con ellos como hace el PSOE desde hace tiempo es poco menos que sinónimo de lesa patria. Junts, que ha hecho del repudio al PSC uno de sus argumentos patrióticos preferidos, no ha dudado un instante en aceptar la cesión de cuatro diputados socialistas catalanes para poder formar grupo parlamentario en el Congreso. Tampoco ERC ha tenido el mínimo inconveniente en aceptar el traspaso transitorio de diputados de Sumar. Por un puñado de euros han contradicho sus aparentes principios. Lo más sobresaliente es que no se plantearon formar un grupo independentista que también les habría concedido el PSOE, certificando que la tirria que se tienen entre ellos es muy superior a la que admiten.

Este ejercicio de pragmatismo económico y parlamentario les perseguirá, como poco, hasta después de la Diada, porque la ANC lo ha calificado ya de entreguismo al estado (opresor, por supuesto) en toda la regla y con esta acusación amenizará la convocatoria de la manifestación del 11 de septiembre. Sin embargo, todos estos ejemplos de anteposición de los intereses de partido a los intereses generales se quedan en poco comparados con el manejo de la ley de amnistía. Hasta hace cuatro días, el PSOE la negaba fervientemente por anticonstitucional; ahora es estudiada con interés y detenimiento por socialistas y por Sumar. Con Jaume Asens, el intermediario designado por Sumar para ablandar a Carles Puigdemont, de adelantado. En su pasión, el exdiputado no ha tenido reparo en encontrar en la Ley de Enjuiciamiento Criminal el parámetro constitucional de la amnistía, obviando que la legalidad deriva de su constitucionalidad y no al revés.

La necesidad de reparar los excesos políticos, policiales y judiciales consecuencia del Procés para empujar un reencuentro de la sociedad catalana y una normalización de las relaciones institucionales entre el Estado y su gobierno con la Generalitat es una urgencia perfectamente detectable desde hace más de seis años. Sin embargo, el gobierno Sánchez limitó su ámbito de acción a la mesa de negociación, a los indultos y a la modificación del delito de sedición, desoyendo la petición de amnistía que los partidos independentistas formularon de inicio. Los independentistas, por su parte, aceptaron los beneficios de las medidas sin dejar de criticar al PSOE por no saber ver la constitucionalidad de una ley del olvido.

De repente, en vigilias del ferragosto, algunos miembros del gobierno ya aprecian la presumible constitucionalidad de la amnistía, olvidándose de que durante seis años negaron tal evidencia, que, de existir, debía ser la misma que ahora. Incluso el ex presidente de la Generalitat, José Montilla, se ha sumado a la ola de expertos esperanzados, sin precisar el nombre propio de la medida. Montilla ha formado parte siempre del sector del PSC que suele creer a pie juntillas las tesis del PSOE. Tras el desastre constitucional del Estatut, por ejemplo, asumió la idea de Zapatero de reparar tanto estropicio político y social con unas cuantas leyes orgánicas.

La convivencia política catalana no ha empeorado desde 2018, más bien lo contrario, y en parte gracias a la política de Pedro Sánchez y el PSC, además de la actitud pragmática de ERC, que ha sabido resistir a los cantos de sirena del unlilateralismo de Junts. Resultará difícil para el PSOE combatir la sospecha de que su cambio de actitud no responde prioritariamente a sus intereses a corto plazo, a la necesidad imperiosa de los votos de ERC y Junts para la investidura. Muy probablemente, la amnistía hubiera sido mucho más apropiada y efectiva en la crisis de 2019, sin embargo, en aquella etapa no debió resultar imprescindible. La idea de que el gobierno central ha ido economizando medidas respecto de Cataluña y el independentismo para cuando fueran el último recurso no es precisamente sinónimo de una política de estadistas.

Claro que todo puede acabar en nada, en una serpiente de verano, e imponerse la inevitabilidad de unas nuevas elecciones. Entonces las explicaciones serán diferentes. El descrédito de todos los implicados (Sánchez, Puigdemont, Junqueras, Feijóo, Illa, Aragonés…) acecha para después de esta apoteosis barroca.