El gobierno de la Generalitat se sustenta a estas alturas tan solo por la expectativa de una sentencia del Tribunal Supremo que les obligue a recuperar la unidad de acción por imposición airada de sus bases. El espectáculo de una guerra política partidista sin tregua entre ERC y JxCat desconcierta a diario a sus fieles. La propuesta de Roger Torrent, presidente del Parlament, sugiriendo transitar por la vía canadiense en lugar de insistir en la fórmula unilateral, fue rechazada al minuto por sus socios de JxCat (y por Josep Borell), y el pacto del PDeCat con el PSC en la Diputación de Barcelona ha despertado las iras de los republicanos que creen que es la gota que colma el vaso.

El intercambio de disgustos municipalistas entre los socios del gobierno Torra ha sido múltiple, casi siempre con el PSC de por medio, que a pesar de ser calificado de “carcelero” por el independentismo ha sabido sacar partido de los agravios entre independentistas. Ninguno de los ayuntamientos en los que se ha dado el denominado pacto antinatural con el 155 tiene sin embargo la trascendencia de la Diputación de Barcelona. Tan duro es el golpe que ERC lo ha encajado muy mal, tanto como para que su portavoz en el Parlament, Sergi Sabrià, haya dicho que la confianza en el PDeCat está rota.

La Diputación de Barcelona tiene un presupuesto cercano a los 1.000 millones; la gestión de este tesoro para los municipios barceloneses ha sido perseguida con ahínco por ERC, por entender que sería el instrumento definitivo para consolidar su papel como fuerza municipalista. En las últimas elecciones, el partido de Junqueras obtuvo 16 diputados provinciales, los mismos que el PSC. Los 7 puestos de JxCat y el miedo de los Comunes a repetir un pacto en la corporación provincial como el cerrado en el Ayuntamiento de Barcelona, parecían asegurar a ERC la presidencia del organismo. Sin embargo, los post convergentes han preferido pactar con el PSC, permitiéndole recuperar el gobierno de la Diputación que  ostentaron durante décadas, hasta perderlo a manos de CDC.

El acuerdo entre socialistas y JxCat está formalmente cerrado, aunque no hay que descartar una intervención de última hora de Puigdemont o Torra para evitar la ruptura del gobierno de la Generalitat. Torra ya protagonizó un episodio grotesco cuando la constitución de los ayuntamientos al paralizar un acuerdo de este tipo en su municipio, Santa Coloma de Farners. Allí, su hermana irrumpió en la ceremonia de investidura paralizándola hasta que su hermano consiguió que la candidata de JxCat aceptara los votos de ERC en lugar de los socialistas por imperativo patriótico.

La trascendencia política y la potencia económica de la Diputación de Barcelona es incomparable a la de las otras tres corporaciones provinciales catalanas juntas, en las que sí ha funcionado el pacto entre republicanos y post convergentes, aunque en algún caso ha debido mediar el propio Puigdemont para evitar el protagonismo del PSC, siempre atento a ofrecer la mano a sus adversarios políticos si con ello puede consolidar su recuperación institucional y a la vez ahondar en la crisis de sus rivales.

Casualmente, el pacto de la discordia se anunció a las pocas horas de haberse hecho pública la propuesta de Roger Torrent sobre su predisposición a negociar una ley de claridad a la canadiense para poder afrontar la crisis catalana. Sus palabras fueron calificadas de inmediato por Albert Batet, una de las voces más fieles a Puigdemont, como de “paso atrás”. “A nosotros”, dijo, “no nos encontrarán en ningún retroceso”; de manera similar reaccionó la presidenta de la ANC. Elisenda Paluzie despachó la iniciativa del presidente del Parlament insistiendo que en un momento u otro “la vía unilateral será inevitable”; la ANC está dedicada ahora mismo a proclamar el boicot a las empresas que no comulgan con el soberanismo y a preparar la efeméride anual del 11 de septiembre.

La vía canadiense para resolver el contencioso independentista del Quebec reaparece de tanto en cuanto en la política catalana. El PSC y los Comunes se han referido a ella en diversos momentos, sin conseguir que la fórmula obtenga demasiados apoyos por parte de los partidos y entidades independentistas. Esta vía implicaría de hecho la renuncia a la unilateralidad y a una modificación del lenguaje habitual, dado que la ley de la claridad canadiense y el Tribunal Supremo de la Federación no contempla el derecho a la autodeterminación de las partes que forman Canadá, como mínimo hasta haberse aprobado una eventual reforma constitucional.

Estas renuncias en el discurso más radical y la conciencia de que justamente esta vía ha hecho retroceder la fuerza del independentismo québécois han constituido hasta el momento obstáculos insalvables para el soberanismo y han quedado evidentes en las críticas a la propuesta de Torrent. También el gobierno en funciones de Sánchez ha rechazado ipso facto esta opción, mediante declaraciones de Josep Borrell, prácticamente ya ex ministro. La necesidad de iniciar el proceso con un referéndum de pregunta independentista choca frontalmente con la doctrina constitucional que lo consideraría una reforma encubierta de la Constitución. De no mediar un cambio en esta materia parece difícil de aplicar aquí.  

La ley de la claridad aprobada por la Cámara de los Comunes de Canadá tras dos referéndums de independencia fallidos convocados por la Provincia de Quebec (que a su vez también aprobó su propia ley de claridad que difiere de la federal en los porcentajes exigibles) establece en esencia que cuando una mayoría de ciudadanos de un territorio reclama insistentemente un cambio político hay que atender democráticamente esta petición, a partir de pregunta clara y mayoría suficiente, reservándose la cámara federal la última palabra sobre la vinculación del resultado, que de ser aceptado implicaría una reforma constitucional para aceptar la secesión de uno de sus estados, cuestión sobre la que el resto de Provincias federadas deberían pronunciarse. Un proceso complejo, pero de aceptación inequívoca de la legalidad vigente en Canadá.