Este lunes arranca una Sesión de Investidura marcada por la política de pactos emprendida por el presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez. Con la retirada de Pablo Iglesias, las conversaciones con Unidas Podemos dan cierta tregua a un líder socialista que ha realizado ímprobos esfuerzos a lo largo de estos tres meses por recabar los apoyos necesarios para revalidar mandato.

La aritmética fue favorable en los comicios, dejando la puerta abierta a un entendimiento tanto a izquierdas como a derechas. A pesar del grito unánime de la militancia presente a las puertas de Ferraz la noche del 28 de abril -“Con Rivera, no”-, el dirigente socialista ha intentado hasta el final obtener el apoyo o la abstención de todos los grupos necesarios para no depender de los independentistas.

Sin embargo, fue el propio damnificado quien cogió el guante de aquella soflama común que se repartía con los “sí, se puede” que entonaban los presentes. Rivera, que antaño abanderaba aquello del “sentido común” y del “centro político” en sus intervenciones, ha virado claramente a la derecha estos últimos meses. Desde que compartiera escenario y mensaje con PP y Vox en la manifestación de Colón, la deriva del candidato ha sido palmaria.

El presidente de Ciudadanos Albert Rivera interviene en público antes de la concentración en la Plaza de Colón (Madrid) bajo el lema 'Por una España unida'

Su rival a batir: el PP. En su lucha por encabezar la oposición y autoerigirse como rival directo de Sánchez, el tono ha degenerado en una defensa ultra de lo propio y una repulsa -en contenido y forma- de lo ajeno hasta entonces inaudita. Aquello de la nueva política y la inmaculada presentación como los garantes del diálogo y el ‘espíritu de la transición’ ha dado paso al ‘no’ por bandera, al rechazo a mantener encuentros y la defenestración de todo aquel que osara llevarle la contraria.

Los números le dan la razón. Ciudadanos, teniendo presente el calendario electoral que ha marcado las actuaciones esta primavera, ha conseguido aumentar su número de escaños, su poder orgánico y su red territorial. Eso sí, tal y como advierten los escépticos de su propia estructura, el ascenso le ha costado la palabra: de la novedad han pasado a calcar un argumentario basado en sinsentidos directos con los que rebatir al rival. El presidente, un “peligro público”; sus socios, desde “proetarras y batasunos” hasta “golpistas”.

Ni siquiera las discordancias internas han hecho a la cúpula naranja reaccionar. Manuel Valls demostró la altura política que su partido se negaba a asumir, Toni Roldán puso en jaque a una formación cambiante, Javier Nart y Juan Vázquez dieron el rejón definitivo que evidenció la crisis. Desde ahí, pesos pesados como Xavier Pericay o Francesc de Carreras (fundadores de la marca) han agudizado el rechazo al personalismo de Rivera.

Un “adolescente caprichoso” -términos escogidos por Carreras, padre político del susodicho- que, pese a tejer una retahíla de esquivas declaraciones para ocultar la realidad, ha dejado patente (incluso a ojos de sus socios europeos) que prefiere pactar con Vox que con Sánchez. ¿Para gobernar? No, para servir de muleta de un Partido Popular golpeado por la corrupción en plazas como Madrid (el acuerdo parece inminente), Murcia o Castilla y León.

Vicepresidencias y cargos internos a costa de incluir en el vocabulario aquello de la “violencia intrafamiliar”, perseguir a los colectivos LGTBI que dan charlas en los colegios, estigmatizar a los inmigrantes, recortar autonomía a los profesores en pro del moralismo de los padres y otorgar a la extrema derecha española un puesto de honor en la política española.

Albert Rivera no solo votará ‘no’ de forma enérgica a Pedro Sánchez, votará ‘no’ a sus propios valores fundacionales.