Recrear a los clásicos en el teatro suele ser una operación de alto riesgo. Renovar a Shakespeare o a Molière introduciendo morcillas al hilo la actualidad política suele tener funestas consecuencias no solo para los genios del pasado sino para los dramaturgos del presente que, con la mejor voluntad, intentan acercarlos al público.

En la actualización de los clásicos es más peligroso pasarse que no llegar. Calixto Bieito representó hace casi dos décadas ‘El rey Lear’ con una puesta en escena tan imaginativa, portentosa y audaz que acaparaba hasta tal punto la atención del espectador que a este apenas le quedaban energías para deleitarse con los parlamentos Cordelia, su padre o sus hermanas. No es que Bieito lo hiciera mal por defecto, lo hizo mal por exceso: lo hizo mal por hacerlo demasiado bien.

En su espectáculo ‘Los dioses y Dios’, que anoche pudo verse en el Teatro Pathé de Sevilla, Rafael Álvarez ‘El Brujo’ hace mucho más que actualizar la comedia de Plauto ‘Anfitrión’. A lo que se atreve en realidad el genio de Lucena es a reinventarla para ponerla al servicio de un proyecto teatral absolutamente propio, genuino y, lo principal, desternillante. Cualquier escolar estaría deseoso de leer las comedias de Plauto si previamente hubiera escuchado a Rafael recrear el argumento de cualquiera de ellas. De ‘Anfitrión’, por ejemplo. ¡Puede incluso que hasta los profesores que anoche vieron el espectáculo en Sevilla se hayan decidido a leer al autor latino!

Durante unas dos horas menos cuarto Rafael Álvarez entretuvo a los espectadores y los hizo pensar, es decir, los hizo felices. Ser feliz durante casi dos horas por un puñado de euros es una buena inversión. De hecho, son contadísimos los momentos en que el espectáculo decae ligeramente, apenas unos segundos, los suficientes para que ‘El Brujo’ se percate de la caída y lo haga remontar milagrosamente.

‘Los dioses y Dios’ es una obra en la que, con un atrevimiento solo asequible a quienes están muy seguros de su arte, Rafael Álvarez pone a Plauto a su servicio. Con desparpajo, con respeto y con su descomunal talento, el cordobés esclaviza al romano hasta obtener de él unas prestaciones dramáticas y un rendimiento metafísico que muy probablemente el autor de ‘Anfitrión’ nunca imaginó. 

Por lo demás, las pullas –de las que rarísima vez abusa– dirigidas a los políticos o a las instituciones están traídas al escenario con tanto ingenio y tanta gracia, pero también con tan cordial indulgencia que ni aun los espectadores más identificados con Pedro Sánchez, Irene Montero, Santiago Abascal o la Junta de Andalucía las sienten como agresión; si acaso, como recordatorio, como amable e inteligente reconvención.

‘Los dioses y Dios’ tiene la forma del monólogo pero no es propiamente un monólogo: es un diálogo asombrosamente fecundo y provechoso con Plauto pero también con la tragedia griega, con el pensamiento hindú pero también con la filosofía europea, con el teatro de Calderón pero también con el de Beckett… ‘Los dioses y Dios’ es, ciertamente, todo eso, pero nada de todo eso tendría valor alguno si el espectador se aburriese. No se aburre. El aburrimiento es el pecado mortal y sin penitencia posible de todo arte: ‘El Brujo’ lo sabe y actúa en consecuencia.