El sábado fui al cine con mi pareja a ver Los domingos, la nueva película de Alauda Ruiz de Azúa, y salí con la sensación de haber visto algo más que un simple relato sobre la religión o la familia. Salí con la certeza de que el cine todavía puede ser un espacio de encuentro entre miradas distintas, incluso opuestas. Yo soy creyente. Mi pareja, no tanto. Y, sin embargo, ambos salimos enamorados de la película, aunque por motivos completamente diferentes.
Los domingos, presentada en la Sección Oficial del Festival de San Sebastián, parte de una premisa sencilla pero poderosa: Ainara, una joven de 17 años, siente la llamada de Dios y decide hacerse monja de clausura. Lo que podría parecer un argumento menor se convierte, en manos de Ruiz de Azúa -directora también de Cinco lobitos-, en una reflexión íntima sobre la libertad, la fe y las heridas familiares. El guion, lejos de ser dogmático, se adentra en los matices de la vocación y la crisis espiritual sin emitir juicios, permitiendo que cada espectador complete el sentido desde su propia experiencia.
Quizá por eso mi pareja y yo vivimos dos películas diferentes en una sola. Para mí, Los domingos fue casi una revelación. Vi en Ainara la pureza de una vocación auténtica, el deseo profundo de encontrar calma en medio del ruido y el caos familiar. Vi en ella una fe que no oprime, sino que libera. Cuando al final consigue entrar en el convento, lo sentí como un triunfo, como el cierre luminoso de un camino de búsqueda. La paz en su rostro final me conmovió hasta las lágrimas.

Fotograma de la película 'Los Domingos'.
Mi pareja, en cambio, vio otra historia. Para él, el mismo final era una tragedia silenciosa: una joven que, tras perder a su madre y sentirse desatendida por un padre más pendiente de rehacer su vida sentimental que de cuidar de sus hijas, encuentra refugio en la religión como única vía de escape. Igual si su padre hubiese sido un buen padre, quizá Ainara no habría sentido la necesidad de ser monja. Para él, la vocación no era una liberación, sino una renuncia: el resultado de una herida más profunda que la fe.
Y ahí está el prodigio de Los domingos: que ambas lecturas son posibles. Ruiz de Azúa construye una película abierta, sin intención adoctrinadora, que no glorifica ni ridiculiza la fe. El relato se sostiene en un delicado equilibrio entre personajes profundamente humanos: el padre egoísta y ausente, la tía progresista que reniega de la religión y trata de evitar por todos los medios que su sobrina entre en el convento, y la propia Ainara, que busca serenidad en medio del desorden. La directora logra que todos tengan razón y ninguno la tenga del todo.
A mí, personalmente, me tocó la escena en la que la tía intenta sabotear el ingreso de Ainara en las betinas -la orden de clausura donde la joven quiere ingresar- y, aun así, se enfrenta a una sobrina que parece más serena que los adultos que la rodean. No pude evitar pensar en cómo la película retrata la fe como un refugio, pero también como una elección radical que desconcierta a los demás. La cámara de Ruiz de Azúa no juzga: observa, escucha, deja respirar.

Fotograma de la película 'Los Domingos'.
El retrato familiar es el otro gran eje de la película. La muerte de la madre ha dejado un vacío que el padre llena mal. Ainara, mientras tanto, asume responsabilidades que no le corresponden y encuentra en la religión un espacio donde puede dejar de ser “la adulta de la casa” para ser simplemente ella misma. En ese tránsito, la película plantea una pregunta que sigue resonando: ¿la fe es una elección libre o un refugio ante la falta de amor?
Ruiz de Azúa no responde, y ese silencio es su mayor virtud. El tono pausado, la puesta en escena sobria y las interpretaciones -con Patricia López Arnaiz en estado de gracia- hacen de Los domingos una obra contenida, de mirada honesta y hondura emocional. A ratos recuerda a Dreyer o Bresson, pero sin solemnidad ni rigidez: aquí hay calor, contradicción y ternura.
El desenlace, fiel al tono, se mantiene en esa ambigüedad que lo impregna todo. La tía, símbolo de la mirada más racional y progresista, afronta sus propias contradicciones en un cierre que sugiere más de lo que muestra. No hay redenciones fáciles ni derrotas absolutas: sólo la constatación de que, a veces, en nombre de nuestras convicciones -sean religiosas o no- también podemos perder cosas valiosas. Es un final que, como la película entera, invita a pensar más que a juzgar.
Para mí, Los domingos termina con una especie de redención. Para otros, con una pérdida irreversible. Pero los dos coincidimos en algo esencial: la película nos invitó a hablar, a pensar, a mirarnos. Y eso, en tiempos de trincheras ideológicas y discursos cerrados, ya es mucho.
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