“Vikar tiene tatuados los lóbulos derecho e izquierdo de su cabeza afeitada. Un lóbulo está ocupado por un preciso primer plano de Elizabeth Taylor y el otro por Montgomery Clift (…)”. Así comienza Zeroville, novela de Steve Erickson, quien toma el título de la película Alphaville, de Jean-Luc Godard, en la cual el autor se introduce en el mundo del cine desde diferentes perspectivas, tanto internas como externas.

 

La novela comienza en 1969, el mismo día en el que Charles Manson y su “familia” comitieron sus brutales cinco asesinatos en Los Ángeles. Un día que ha quedado como una suerte de metáfora cruel y violenta del fin de una utopía, la del sueño hippie, y la certificación del fracaso de la revolución con la guerra del Vietnam planeando sobre el colectivo norteamericano; y, además, supone el comienzo de los desconcertantes años setenta, época de cambios, de escándalos, década gris y sombría que condujo a Estados Unidos a los años ochenta y al surgimiento neo-con. Zeroville nos introduce con su trama en esos años setenta de cambios con una temporalidad difusa y sin especificar  a lo largo de sus páginas con un continuum narrativo en el que el tiempo parece suspenderse, desaparecer. Erickson recoge la atmósfera de aquellos años para crear una extrañeza, e incluso cierto sentido malsano, que tiene su correlación con la mirada de Vikar, un personaje fascinante, complejo.

 

 

La mirada de un hombre que llega a Hollywood huyendo de una vida traumática, de marcada religiosidad, con una tortuosa relación con su padre –cuya figura está presente a lo largo de la novela, como si Vikar, en realidad, estuviera buscando un sustituto, acaso el propio cine- y que ve cómo, casi sin quererlo, poco a poco va creciendo dentro de una industria en proceso de cambio en la que el Hollywood que Vikar admiró, tanto que se tatúa en su cabeza rapada a Clift y Taylor en una imagen de Un lugar en el sol, imprimiendo en la piel esa admiración/obsesión. Un mundo (pre)fabricado, onírico, tan real en sus formas como irreal en su fondo que atrapa a Vikar, quien vive repitiendo una especie de mantra que viene a decir que todas las películas están en todas, idea que nos conduce a una narración de continua repetición.

 

 

Erickson construye su novela a partir de 200 cuadros (¿planos?, ¿secuencias en ocasiones?) que, llegado a ese número, avanza en crescendo. Así, dos partes que se miran y que Erickson articula magníficamente, desarrollando la historia sin retroceso pero con la sensación de que estamos girando sobre ella, volviendo a lo transitado, aunque en realidad todo sea nuevo. Una idea del tiempo como algo circular, como los ya casi antiguos rollos de celuloides, como si unas escenas nos condujeran a otras. Erickson, de esta manera, y a través de la trama y de Vikar, nos habla no solo la influencia del cine en nuestras vidas sino, más bien, de cómo se encuentra ya tan introducido, que quizá ya no estamos ante una simple influencia sino ante una forma de concebir la realidad de un modo muy particular y concreto. Porque para Erickson, quizá, no somos nosotros quienes damos forma y sentido a las películas, sino que, a estas alturas, es posible que sean ellas quienes nos dan forma y sentido a nosotros.