Hasta donde yo sé, Jim Tully no contaba con una traducción al castellano, pese a que tuvo sus días de gloria (fue amigo de Charles Chaplin y dicen que su Buscavidas fue un best-seller de la época y lo adaptaron al cine con éxito). Hay que agradecer esta labor a Jus Ediciones, que está publicando a autores potentes como James Agee, Peter De Vries y Joseph Mitchell.

 

Buscavidas (traducción del escritor Andrés Barba), subtitulado "Recuerdos de un vagabundo", continúa esa tradición consistente en retratar de forma autobiográfica los viajes del propio escritor a bordo de trenes sin pagar billete, durmiendo a menudo al raso, juntándose con parias, trotamundos y mendigos, recorriendo Estados Unidos de punta a punta. En esta tradición suele mencionarse siempre a Jack Kerouac y su extraordinario En el camino (o En la carretera, en la versión traducida sin cortes), pero seguramente el origen esté en 1907, cuando Jack London publica The Road (no se pierdan En ruta, el libro que contiene ese texto y algunos de sus escritos políticos: en Marbot Ediciones). Después de En ruta tenemos Buscavidas (Beggars of Life, en el original), y luego llegarían otras novelas también muy recomendables, como Nada que esperar (de Tom Kromer, en Sajalín Editores).

 

Al inicio de Buscavidas, el narrador se encuentra con un vagabundo aún más joven que él, quien le cuenta que ha pasado dos meses metido en una cárcel por vagancia: Estaba orgulloso de sus proezas y hablaba pomposamente de ellas. Hizo que me sintiera avergonzado de mi vida monótona en aquel pueblo monótono. El muchacho le convence para abandonar su villa y lanzarse a los caminos, pues en la carretera se aprenden cosas y de su trabajo no está sacando nada: ¿Qué diablos vas a aprender aquí? Te apuesto lo que quieras a que en este antro nadie se entera de qué va la vida. Tully no tarda mucho en ponerse en marcha: Unas cuantas semanas después partí en un tren de carga a Muncie, Indiana, a unos ochenta kilómetros de St. Marys. Pagué mi billete, si bien no a la compañía ferroviaria, sí a la tripulación del tren, ayudándoles a descargar cajas en las distintas paradas. A partir de entonces, el joven escapa de su asfixiante pueblo, lleno de gente sin esperanza, sin futuro y sin sueños, y se lanza a recorrer el país, donde se topa con mendigos, prostitutas, drogadictos, racistas, parias, reclusos y ex presidiarios y otros habitantes del arroyo.

 

Su estilo es crudo y directo, y sólo en el último capítulo deja entrever un tono más poético o más reflexivo: Para mí siempre fue mejor vagar por ahí sin dinero, comida ni refugio antes que rendirme a la convención o al destino. La errancia me hizo un regalo de incalculable valor: tiempo para leer y para soñar. Ahí admite que, tras varios años de trayectos, al final se curó de su compulsión de ir de un lado a otro. Su gran mérito, además de escribir un libro genuino y fascinante, fue que rechazó a la sociedad por iniciativa propia. Quiso estar al margen, como un Thoreau de la carretera.