Dioses de Egipto es posiblemente una de las películas más vapuleadas de los últimos años en Estados Unidos en su estreno. No tanto por recibir malas críticas, que de esas hay muchas, sino por la manera tan abrupta de hacerlo. Se tiene la sensación de que ha habido algo en ella que, realmente, ha molestado más allá de evaluar su calidad y analizar la propuesta. Quizá sea que la película de Proyas, una producción de muchos millones y de despliegue de efectos especiales, presenta su debilidad de manera abierta, es decir, no busca ser algo que no es y muestra una auténtica y honesta desinhibición que descoloca gratamente a la hora de acercarse a ella. Su grandilocuencia, más aparente que real, su apuesta por un relato sin pies ni cabeza, aunque, paradójicamente, con más sentido del que parece y, sobre todo, que Dios de Egipto rompa todo conato con la realidad para el espectador al enfrentarle a unas imágenes que si bien pueden resultar reconocibles, persiguen una construcción tan fuera de los contornos de la realidad, convierten a Dioses de Egipto en una de las epopeyas cinematográficas más desmesuradas, para bien y para mal, de los últimos años, alejándose en gran medida de los blockbusters actuales.

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Set, interpretado por Gerard Butler, deviene involuntaria encarnación de la producción hollywoodiense y, de paso, de la propia película. Dios enloquecido y megalómano, su deseo es dejar una herencia descomunal que, en realidad, no tiene sentido alguno para los humanos, esclavizados para complacer al dios. Por otro lado, ‘robará’ al resto de dioses sus atributos divinos para convertirse en una suerte de ‘dios-total’ gracias a la combinación de todos esos poderes, es decir, como si cogiera todas las ideas ajenas y las juntara para dar algo aparentemente nuevo pero que, en realidad, no lo es. Y frente a él, Horus (Nikolaj Coster-Waldau), destronado por su tío Set después de que su padre, Osiris (Bryan Brown), le hubiera nombra su heredero para seguir con su herencia, basada en una larga paz, tendrá que intentar recuperar su lugar con la ayuda de Bek (Brenton Thwaites), un mortal movido por el deseo de conseguir que Horus traiga de vuelta desde el mundo de los muertos a su joven amada, Zaya (Courtney Eaton).

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Dos dioses cuyo enfrentamiento deviene fábula social, aunque sea de soslayo (con ese final primando las acciones en vida que el oro para pasar al mundo de los muertos), pero que, en realidad, importa menos que el itinerario que plantea su director, asentando la construcción visual en un uso del digital, en ocasiones deliberadamente (queremos pensar) cutre en comparación con el resto de la película, en el que, como decíamos, incluso con la presencia de mortales en la narración, la realidad desaparece para conformar una ficción en el que la imaginación y el exceso (un todo vale) toman la pantalla de principio a fin sin importar, en general, la coherencia de lo expuesto. Y no nos referimos a que Dioses de Egipto se ajuste o no a la mitología egipcia –de la cual, por cierto, ahora parecen existir muchísimos entendidos a la hora de atacar la película de Proyas- sino al deseo expreso y manifiesto de construir una película asentada en el sentido de espectáculo cinematográfico en el que todo cabe en aras de conseguir unas fascinación por aquello que vemos antes que por aquello que narra. La historia puede importar e interesar, pero siempre muy por debajo de la manera en que están construidas las imágenes y la forma en la que Proyas nos sumerge en el desarrollo narrativo, pidiendo al espectador desde el comienzo, con un plano aéreo a todo velocidad, que se deje llevar de forma absoluta y redimida.

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Frente a la gran mayoría de los blockbusters de los últimos años que persigue a partir de la hiperrealidad de la era digital integrar lo imposible dentro de los márgenes de lo real, Dioses de Egipto crea una fantasía total en la que lo real es lo irreal. Y asume este riesgo de manera abierta para, con ello, entregar una película que puede llevarnos a cuestionarnos sobre el cine y la imagen actual, sobre nuestra relación con ella, sobre lo que estamos dispuestos o no a aceptar en una pantalla. Como decíamos al comienzo, es sencillo atacar la película de Proyas dado que el cineasta ha realizado una obra cuyas costuras son tan evidentes que menospreciarlas resulta realmente sencillo. Más relevante es adentrarse en una fantasía cinematográfica que con todos sus defectos, con todos sus desvaríos y desvergüenzas, en el fondo, está hablando sobre la construcción de la (ir)realidad del cine contemporáneo. Eso sí, para llegar a ello, el espectador deberá tener la paciencia suficiente y adoptar la misma desinhibición a la hora de ver la película que la que ha adoptado Proyas al realizar.