Como decía Nadar: la pose es una enfermedad del cerebro. ¿Qué es lo que se expone de una misma en una fotografía o qué relato de una misma se prefiere proyectar? Somos como nos presentamos ante los demás. ¿Y si se intentara lo contrario?¿Y si lucháramos contra esa inclinación?. Abandonarse, no premeditar nada, no querer nada, no distinguir ni deshacer nada, no mirar fijamente, más bien desplazar, esquivar, desenfocar y considerar lentamente sólo la materia que se presente, tal como se presente, en su desorden, e incluso en su orden. Con este revelador párrafo comienza la escritora francesa Nathalie Leger (1960) su singular, y extraordinaria, breve obra La exposición (Acantilado). ¿Ficción, ensayo? Desde luego, desentrañamiento de una ficción, como si se desprendiera de una película sutil que llevara incorporada, como una máscara protectora, entre lo consciente y lo inconsciente. Su proceso es atravesado por un contraste, o se realiza a través de un reflejo, la condesa de Castiglione (1837-1899), una mujer que posó ante una cámara más veces que nadie, tantas que resultan incontables, pero se calcula que alrededor de quinientas. La narradora puntualiza que, incluso, más veces que Mapplethorpe retrató a Lisa Lyon o Cindy Sherman a sí misma. La condesa de Castiglione se dirigió por primera vez en 1856 al estudio de quien sabe mirarla, el fotógrafo Pierre-Louis Pierson (1822-1913), para quien posaría a lo largo de cuarenta años. Su periodo más intenso de colaboración aconteció entre 1861 y 1867. La exposición de sus fotografías, recolectadas por Robert de Monstesquiou, también su biógrafo, sería titulada La mujer más bella del mundo. Dicen que su belleza dejaba estupefacto, que era inmóvil y feroz (…) Se admiraba su belleza como se iba a ver a los monstruos de feria. Y la narradora se reconoce en ella, o más bien en su mirada feroz, y ese reconocimiento la aterroriza. Todo desprendimiento de piel encostrada duele. Toda muda interior, que implica transformación de la mirada, del discernimiento sobre una misma, duele.

Una mujer apareció de pronto en la cubierta de un catálogo, La comtesse de Castiglione par elle-meme. La crueldad, la violencia de la mirada de la mujer que aparecía en la imagen me dejaron helada, pasmada. Simplemente pensé sin comprender nada: Soy yo misma....por ella...contra mí, un balbuceo mental que sólo se disipó cuando, ya en el autobús, oí a una mujer contar a otra el largo y lamentable relato de las circunstancias de sus celos. En el momento de bajar, para resumir, dijo: <<¿Lo entiendes? Mi problema no es él, es ella, la otra>>. En el trayecto un poco sinuoso de la feminidad, la piedra con la que tropezamos es otra mujer.

En esa expresión, la propia, el abismo que se rehuye, es una mirada fiera que se confronta con la negación, el rechazo, con la consciencia de que se puede ser prescindible, figura secundaria, fuera del encuadre. ¿Cómo se confronta con eso? ¿Cómo una se confronta con lo que es a través de otras miradas, o de su falta de mirada?. En la mirada de la mujer que imponía con su belleza encuentra el reflejo de su vertiente siniestra, la no aceptación de lo que se es. En el trayecto narrativo, que no es sólo a través de la condesa de Castiglione, otras poses, otras imágenes. Cómo Marilyn Monroe, a la que disgustaba la cicatriz en su cuerpo, se tapa su semblante con el brazo, cuando posa desnuda. Oculta su mirada porque no puede ocultar su cicatriz. No quiere que se sorprenda su vulnerabilidad expuesta en su mirada. ¿Y aquellos posados de Isabelle Huppert, en el 2002, cuando se mostraba con aparente naturalidad, sin supuestos embellecimientos?.¿Cómo se calibra, discierne o evidencia la naturalidad?

Por una de esas astucias retóricas de la representación de una misma, los retratos de Huppert son en realidad, por lo excesivo de su sinceridad, el colmo del artificio y de la seducción. Confirman precisamente lo que pretenden no decir: parecen atestiguar que ella (que podría haber usado todo tipo de trucos fotográficos) es como las demás, como todas las demás, lo cual es falso (como sabemos muy bien, como jamás debemos olvidar y como se encargan de recordarnos esas imágenes) ella siempre es más que las otras, ya que expone lo que todas queremos disimular, acepta su imperfección y fealdad.

La narradora se queda prendada de las fotografías de la condesa de Castiglione, como si fuera absorbida, como ella compara, por una serpiente pitón, tras que le hayan encargado realizar un trabajo sobre las ruinas, cuyas ideas vectoriales son la sensibilidad ante lo intangible, la disolución de la forma, la aguda conciencia de un tiempo trágico. Sus propias ruinas. Como si esa mirada de la condesa fuera ese detalle, ese resorte, que confronta con esos fantasmas que solemos arrinconar hundidos en nuestros lodazales interiores, fantasmas inquietantes, extraviados pero feroces. Son fantasmas que confrontan con las direcciones truncadas, interrumpidas, las direcciones que no se tomaron. Tantas historias que podrían haber sido, que dejaron de ser, que ya no serán. O como escribió Dante Gabriel Rossetti: Mirame el rostro, me llamo Podría Haber sido, también me llamo Nunca más, Demasiado tarde y Adiós. En el trayecto narrativo la narradora se encuentra con su propia mirada inexpresiva, la mirada que no puede ser escrutada, la mirada conmocionada cuando fue testigo de cómo su padre hacía el amor con una vecina: no se ve nada de lo que estoy mirando, nada de lo que pienso. O especula sobre cuál es nuestra mirada cuando pensamos que nadie nos mira, cuando no hay un interlocutor ante el que escenificar, o modelar nuestra expresión como queremos presentarla, un modelado que a veces puede ser un vaciado. Cuando estamos solos sí nos exponemos, porque no hay vigilancia, medición, ignoramos lo que evidenciamos: Detrás del tul luminoso, ¿qué rostro encontraríamos, qué mirada? El que tenemos cuando no nos miran, un rostro hostil, una mirada de ciego, un rostro extraviado, un rostro de monstruo, una cara tal vez rabiosa.

image opt

El trayecto de la confrontación con esa mujer que se expuso más que nadie a través de unas poses, para múltiples imágenes (La suya es una existencia que no se debe más que a su forma), es la confrontación con la proyección de la materia radiante que se puede sublimar, como en todo sueño romántico. La materia radiante son las mayúsculas que desearíamos habitar, aparentar, ser para los otros, en especial para quien amamos. Pero la materia radiante nos confronta con nuestros límites. Opacos, inarticulados, torpes, contradictorios, indecisos, ofuscados o meramente vanos e insignificantes. Como escribió Schiller, en su obra Sobre lo sublime: Pero, aunque (…) alcanzamos con ocasión del objeto sublime el penoso sentimiento de nuestros límites, no huimos de tal objeto, sino que, antes bien, nos sentimos atraídos por él con una violencia irresistible.

Al fin y al cabo, el deseo de ser centro de encuadre, protagonista sublime, el sueño de ser la mujer más bella del mundo, sentirse centro de miradas, es la ilusión de sentirse visible, manifiesta, presencia que deja huella en los otros y en la realidad, y no que se es prescindible, alguien que se corroe con la mirada de los celos porque siente que ha sido sustraída del encuadre mismo. Una bella mujer a quien D'Annunzio preguntó qué sentía al llevar la máscara sublime de la belleza le respondió que tenía la sensación de <<dejar la huella de sus rasgos en el aire como si fuera una materia tenaz>>

En el espejo se revela la mujer real. Es la contraposición de la pose, de la imagen que se quiere proyectar. El espejo expone, no hay ocultación con la supuesta exposición de una pose estudiada, un relato urdido y medido. El espejo evidencia lo informe que somos. La pose, la imagen que se desea proyectar, como señala la narradora, derrota al cuerpo real porque ofrece una falsa gloria. Por eso, la narradora apunta que aquella exposición no debería haberse llamado La mujer más bella del mundo, sino Ego imago. Su única máscara es la fotografía misma. Esa asuncíón es su liberación, su acto de realización. Ante una imagen incierta, porque entre las tres mujeres de espaldas ante el agua no sabe distinguir cuál es su madre, se pregunta ¿Cuál será, la que se zambulle, la escrutadora o la soñadora?¿La que se lanza a las olas, la que observa e investiga, la que mira a lo lejos sin pensar nada? Es una pregunta que se realiza a sí misma, sobre qué actitud será la que predomine en ella, ante un horizonte borroso que confronta con lo imprevisible.

No tiene vergüenza, ni distancia con respecto a sí misma, y tal vez -si sonrojarse indica que sabemos un poco más de lo que deberíamos- ningún saber superfluo sobre sí misma, una maravillosa indiferencia con respecto a cualquier saber. No tiene secretos, está por entero en su piel. No sabe nada, y no importa, ella entra. Basta entonces con representarse un vacío.