De Sheremétyevo a Domodédovo, dos de los tres aeropuertos de Moscú, hay una distancia aproximada de setenta kilómetros por la autopista que bordea la capital y que se puede tardar en recorrer hasta tres horas debido a la gran afluencia de tráfico. El paisaje, grandes bloques y más bloques de viviendas. Entre unos y otros se erigen de tanto en tanto centros comerciales, concesionarios, edificios de oficinas. Y de vez en cuando trozos de naturaleza. Tampoco hay demasiadas diferencias con los que hay en cualquier otro lugar. En Domodédovo sale el avión a Ivánovo. Solo una hora de vuelo. Pero un retraso alarga la espera. La tipología humana es variopinta. Tanto, que me impide que me concentre en la lectura. A mi lado, un joven judío ortodoxo de baja estatura, con su sombrero negro (biber hit), larga barba y dos tirabuzones (peyéh) que le cuelgan al lado de sus orejas. Me doy cuenta que no soy el único que lee a trompicones porque él levanta cada cierto tiempo la vista de su pequeño libro en hebreo. Quizá porque es consciente de que le miran. De hecho, me percato que alguien le hace una foto a escondidas con su teléfono móvil. Me hace pensar en la diferencia, y a la vez en la uniformidad de la muchedumbre a pesar de que en un lugar como ese los rostros cambian continuamente.

Al subir al avión hay semblantes que me resultan familiares. O puede que sea tan solo la sensación de que todos ellos van al festival. La llegada al pequeño aeropuerto de Ivánovo produce la primera anécdota. El conductor que ha venido a recogernos en un minibús y que solo habla ruso tiene en sus manos una lista con menos nombres de los que nos reunimos a su alrededor. Ahí descubro la identidad de uno de aquellos rostros, J. Hoberman, el crítico de cine norteamericano. Hasta que aparece Veronika, la traductora que me han asignado y que también ha venido en el mismo vuelo, convirtiéndose en nuestro ángel salvador. Porque son muy pocos los rusos que hablan otra lengua y menos los que habitan en zonas tan alejadas de Moscú. En medio de esa delirante confusión veo pasar a otro de esos semblantes que me parecieron familiares durante el viaje, una mujer mayor que, acompañada por dos hombres de mediana edad, la reciben con un ramo de flores. Al día siguiente supe que era Marina Tarkovskaya, la hermana del cineasta.

Subimos al vehículo pasada la medianoche. El camino del hotel nos muestra la primera impresión, aunque nocturna, de Ivánovo. Un escenario desierto, casi fantasmal, y en cierta manera anárquico debido a los grisáceos bloques de viviendas construidos en la era soviética que, como me contarían al día siguiente, arrasaron con la mayoría de las dachas de madera y casas decimonónicas, aunque todavía sobreviven algunas.

Ivánovo

Ya instalados en el hotel, el primer descubrimiento viene con la sensación de que el sueño ha durado poco, cuando la luz del día comienza a entrar por la ventana de la habitación. El reloj marca cerca de las cuatro de la madrugada. Allí la noche es corta y los días muy largos, y hasta intensos, como después comprobaría. Pero la hora del desayuno, como en cualquier otro país, es a las ocho de la mañana.

Algunas de las secciones paralelas del IX Andrei Tarkovsky Internacional Film Festival Zerkalo tienen lugar allí, en Ivánovo, como la primera sesión del encuentro de críticos, historiadores e investigadores con un ciclo de conferencias en torno a la figura de Andrei Tarkovski. Tiene lugar en el Hotel Sheremetev Park, de arquitectura reciente, pero con ese estilo que sigue las maneras de la antigüedad clásica pero pasado por el tamiz de lo supuestamente moderno y su inevitable toque kitsch. Este año es la cuarta edición y se desarrolla bajo el título de “Modernismo después de Tarkovski”. La sesión la abre la propia comisaria del encuentro, Lyubov Arkus, cineasta y fundadora de la revista Séance, una de las principales publicaciones rusas sobre cine, preguntándose en su ponencia sobre si la influencia de la obra de Tarkovski todavía es posible hoy en día. La jornada es intensa. Por el atril pasan algunos conocidos críticos e investigadores rusos según me comenta Veronika. Uno de ellos es Evgeny Tsymbal, también cineasta e historiador que habla sobre Stalker. Me quedo con su nombre porque él fue el asistente de dirección de Tarkovski en dicha película y porque su relato lo salpica con las incidencias de aquel rodaje, que no fueron pocas.

Ivánovo

Decido saltarme la hora de la comida y visitar la ciudad. Me acompaña Veronika que tampoco la conoce, y además ha contactado con una mujer que es miembro del patrimonio histórico de la ciudad y que, como muchos habitantes de la localidad, solo habla ruso. Nos cuenta que Ivánovo tuvo su período de esplendor en el siglo XIX al convertirse en centro de la industria textil de Rusia, y que eran mujeres quienes formaban la casi totalidad de las plantillas de las fábricas, de ahí que muy pronto se la bautizó como “la ciudad de las novias”.

Pero también fue aquí donde se formó el primer Soviet o consejo obrero a raíz de la Revolución de 1905, organización que después desempeñaría un papel fundamental en el triunfo de la Revolución de Octubre de 1917. Ahora de todo aquello quedan algunas de las antiguas fábricas, ya cerradas, como los numerosos bloques de viviendas, aunque entre unos y otros solo haya ligeras diferencias arquitectónicas. La villa conserva también su monumento a Lenin, así como un gran panel con su efigie acompañada por una de sus citas concerniente a la lucha proletaria que cubre el lateral de un inmueble. Y luego, los edificios antiguos, el Museo de Arte o la vieja estación en cuya fachada está puesta la fecha de su construcción, 1894, y que nada tiene que ver con la moderna, un paralelepípedo levantado en los años treinta con claras influencias del constructivismo, al igual que ese otro inmueble, también de la misma época, diseñado por del arquitecto D. F. Fridman en forma de barco. Porque en la ciudad se respira una atmósfera en la que parecen convivir el pretérito con los nuevos tiempos, los vestigios del socialismo con el capitalismo emergente, el viejo trolebús con el MacDonald traducido al cirílico. Sin embargo, Ivánovo es conocido fuera de las fronteras rusas porque a unos 200 kilómetros se halla el Zavrazhye, el pequeño pueblo natal de Andrei Tarkovski.

Cierra el día Marina Tarkovskaya, la hermana de Andrei, con la presentación de su libro en el que recoge recuerdos e imágenes de la familia Tarkovski y cuyo título en inglés es We have a new address now…, porque el volumen está escrito en ruso.

Al día siguiente nos trasladan a Plyos. Hora y media de viaje por carretera ante un paisaje en el que se alternan extensos bosques con verdes espacios abiertos moteados, de tanto en tanto, por reducidas aglomeraciones de dachas de madera, como las que Tarkovski mostró en El espejo o al final de Nostalgia. Y Plyos, una pequeña villa a orillas del Volga en la que sus antiguas edificaciones se mezclan con la naturaleza. Allí, en el crucero Georgy Zhukov, tiene lugar la segunda y última parte del ciclo de conferencias. Muy cerca se halla el Levitan‒Hall, en honor al pintor Isaac Levitan, uno de los más conocidos paisajistas rusos del siglo XIX, del que hay un monumento con su busto y de quien se conserva su casa‒museo. Respiramos ambiente de festival, porque es allí donde se proyectan las películas que participan en la competición oficial. Y donde nos cruzamos con algunos miembros del jurado como el escritor y guionista francés Emmanuel Carrère y el cineasta Aleksandr Sokurov.

Plyos

El ciclo de conferencias tiene ese día otro de sus platos fuertes, la ponencia de J. Hoberman que gira en torno a la influencia de la obra de Tarkovski en los cineastas contemporáneos lanzando muchas ideas, como aquella que ya escribió en su día de que el Dead man de Jim Jarmusch es el western que al cineasta soviético le hubiera gustado rodar. También intervienen otros nombres, como el crítico Vasily Stepanov, editor jefe de la citada revista Séance cuya conferencia trata sobre la relación entre el Solaris de Tarkovski y la versión de Steven Soderbergh, así como los influjos de aquella en Interstellar de Christopher Nolan; o Andrei Plahov, director de programación del festival, y quien al final del día presenta su nuevo libro que en inglés lleva el título de Cinema on the verge of a nervious breakdown y que clausura el encuentro casi al anochecer. Después, ya mezclados ponentes, participantes y asistentes al festival, un cóctel en el que nos saltamos el protocolo para intercambiar impresiones. El festival prosigue, pero a J. Hoberman, al australiano Nathan Dunne, investigador y conferenciante también, y a mí nos queda todavía el regreso a Ivánovo. Porque al día siguiente nos espera un largo viaje de vuelta.

 

Plyos