A pesar de algunos altibajos, Corazones de acero es un consistente drama bélico que pone de relieve el talento de David Ayer como director. Una suerte de diario de guerra visto a través de los ojos de la tripulación de un carro de combate en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial

Uno de los misterios de muy larga y enraizada tradición en este país reside en esa peculiar manera de traducir los títulos, llegando en ocasiones a convertirse casi en un despropósito hacia la propia película porque ha habido casos que en el mismo se daba la clave de la historia, como sucedió con Rosemary’s baby (Roman Polanski, 1968) que aquí le adjudicaron el epígrafe de La semilla del diablo. Algo así sucede con Corazones de acero que solo por el título mismo, si no se tiene información previa, puede incitar a pensar en el típico melodrama de superación, cuando en realidad se trata de un drama bélico y que en este caso puede resultar algo desconcertante, pues el original, Fury, posee un doble sentido, ya que no solo es el apodo del tanque Sherman que, junto con sus cinco ocupantes, acaba convirtiéndose en una suerte de sexto personaje del film, sino que también posee ese sentido metafórico en referencia al estado anímico del grupo protagonista.

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Una vez superada esa traba inicial, el quinto largometraje de David Ayer viene impregnado no solo con el propósito de ofrecer una nueva visión de la contienda, sino con vocación de ser una película de autor. Porque una de las intenciones del cineasta norteamericano es alejarse de las pautas clásicas del género bélico, que normalmente giran en torno a misiones de combate, para mostrar un fresco más realista del campo de batalla, tratando de desmitificar al mismo tiempo esa aureola de heroísmo que impregnan muchas de aquellas. De hecho, Corazones de acero sigue una estructura narrativa similar a Das boot. El submarino (Das boot, 1981), en la que Wolfgang Petersen describía el día a día de la tripulación de un submarino mostrando en toda su crudeza las incidencias a las que se enfrentaba durante una misión de patrulla, desde torpedear un convoy o sufrir el ataque de un avión enemigo que les obligaba a sumergirse para reparar los daños, hasta acciones tan habituales como hacer escalas de abastecimiento o enfrentarse a los imprevistos climáticos. Al igual que Corazones de acero que, salvando las diferencias, relata los avatares de cinco soldados dentro de un carro de combate a lo largo de algo más de una jornada, en las postrimerías de la guerra, cuando las tropas aliadas atraviesan Alemania en dirección a Berlín. Un viaje en el que sufren emboscadas, en el que las órdenes varían según van avanzando, en el que destruyen tanques enemigos a su paso o en el que toman pequeñas localidades en su camino hacia la capital. Es decir, dos relatos divididos en varias partes diferenciadas que, a modo de movimientos, cada uno con sus respectivos niveles de intensidad, les confieren un cierto carácter de sinfonía, solo que, como es lógico, con las diferencias lógicas de estilo.

Pero a diferencia del film de Petersen, uno de los problemas de Corazones de acero, reside en algunas desigualdades entre sus partes, porque hay segmentos mucho más sobrios, impactantes y de una gran fuerza narrativa frente a otros más endebles siendo el más notorio su desenlace final que, sin dar pistas del mismo, incita a pensar en la consabida licencia de guión, quizá por capricho de la productora, quizá para satisfacer a la galería, o ambas cosas, debido a su dudosa credibilidad. Sin embargo hay escenas memorables que ponen de relieve el talento de Ayer, como esa magnífica secuencia, después de que los aliados hayan tomado una pequeña población alemana, del encuentro de Don “Wardaddy” Collier (Brad Pitt) y Norman Ellison (Logan Lerman) con dos jóvenes alemanas ‒Anamaria Marinca, la protagonista de 4 Meses, 3 semanas, 2 días (4 luni, 3 saptamâni si 2 zile, Cristian Mungiu, 2007) y Alicia von Rittberg‒ que se hallan refugiadas en su casa. Encuentro que en cierto modo mostrará el lado más humano de Collier pero que a medida que avanza el tiempo irá in crescendo hasta adquirir un mayor suspense con la inesperada aparición de los otros tres miembros que completan la dotación del Fury, Boyd “Bible” Swan (Shia LaBeouf), Trini “Gordo” García (Michael Peña) y Grady “Coon‒Ass” Travis (Jon Bernthal) y cuyo desenlace tendrá consecuencias imprevisibles. O ese otro momento, resuelto con gran pulso narrativo, cuando la columna de cinco tanques encabezada por el vehículo blindado de Collier y a la que acompaña un pequeño destacamento de infantería, detecta un Panzer alemán y se lanzan campo a través hacia él, entre el fuego cruzado y las ráfagas de ametralladoras, para acabar convirtiéndose  en una suerte de duelo entre dos carros blindados.

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Sin embargo, y a pesar de esos excelentes momentos, la otra debilidad de Corazones de acero se halla en la entidad de los propios protagonistas quienes, a pesar de que se les ha desprovisto de ese halo mítico, no solo están impregnados con algunos de los clichés tradicionales, desde el veterano militar impasible hasta el joven novato impresionable para quien la experiencia en el tanque significará un doloroso paso más en su aprendizaje, sino que aflora en ellos la sensación de que les falta una mayor hondura emocional, aunque la mayoría de sus diálogos se reduzcan a las indicaciones o los improperios que dicen durante una acción de combate. Porque Ayer ha querido dotar a la película de un cierto minimalismo narrativo en beneficio de una mayor veracidad, enfatizando los conflictos internos de sus personajes a través de los rostros, de los gestos, de las miradas. Como tampoco ofrece muchos más datos sobre sus biografías, salvo sus  reacciones, que es donde se manifiestan los rasgos de sus personalidades, lo que quizá en cierta manera contribuye a desdibujarlos, ya que en el fondo son unos soldados más entre otros tantos en medio de un paisaje arrasado.

Y al mismo tiempo es ahí donde se halla otro de los aciertos de Ayer, en ese carácter de fresco coral, casi a modo de diario fílmico de guerra, fotografiado casi siempre en tonalidades pardas por Roman Vasyanov, imprimiéndole incluso a veces un cierto tono de documental, en su voluntad por mostrar la verdadera tragedia de la contienda, como que en una emboscada el sargento Collier se de cuenta, tras abatir a sus atacantes y contemplar sus cadáveres, de que estos no son mas que unos niños, al igual que le sucedía a Paul Bäumer ante los nuevos reclutas que se incorporaban al frente en los últimos días de la Primera Guerra Mundial en la novela Sin novedad en el frente de Erich María Remarke.

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Porque una de las virtudes de Corazones de acero es su compacta puesta en escena, casi hiperrealista, y en la que Ayer equilibra las dosis de violencia, incidiendo más en el arrebato enloquecido, en la furia desatada, en el acto mismo en el que se ejerce la misma, más que en los devastadores efectos que causa sobre las víctimas. Imágenes que no son gratuitas, pero en las que tampoco se recrea el cineasta, a pesar a la extrema crudeza de algunas, como el pedazo de un rostro caído en el interior del tanque, el cuerpo ya aplastado sobre el que vuelven a pasar las orugas de un carro de combate o la pierna de un soldado haciéndose pedazos por una ráfaga de ametralladora, ya que son simplemente las trágicas consecuencias de la realidad del combate, de la barbarie. Porque la guerra desata los instintos más execrables, y estos no entienden de nacionalidades.