Dan Gilroy concibe una sobrecogedora radiografía sobre la miseria moral, la de un individuo que, alentado por el sensacionalismo de las cadenas de televisión, traspasa los límites de la ética para conseguir reportajes impactantes, esos que elevan los índices de audiencia al alimentar el morbo de una sociedad ya de por si enferma.

Las malas noticias siempre tienen un valor periodístico para el sensacionalismo porque no solo narran un hecho dramático, sino que también ejercen una cierta atracción, producen estremecimiento, extrañeza y hasta a veces fascinación pues se entremezclan sentimientos muy dispares, desde ese halo de compasión por quienes sufren la adversidad hasta un cierto consuelo, aunque íntimo, al surgir de manera inconsciente esa sensación de seguir estando, al menos, a salvo. Porque quizá, aunque sea una cuestión que no se suele pensar habitualmente, es algo que está presente de alguna manera en el inconsciente. Y para la prensa sensacionalista una de las claves reside precisamente en el hecho de mostrar aquello que es sensible de ser mostrado.

Son tan solo algunos apuntes que Dan Gilroy traza en su primera película como director y en la que lleva a cabo una espeluznante radiografía sobre la sociedad contemporánea a través del personaje de Louis Bloom, el sórdido y grisáceo oportunista que encarna Jake Gyllenhaal, poniendo de relieve una serie de males endémicos como que la violencia y el dolor, sean cuales sean sus formas, no solo son noticia, sino que alrededor de ellos hay una serie de intereses donde entran la competitividad de las cadenas de televisión y la de los propios reporteros por conseguir videos cada vez más truculentos.

 

Una de las primeras cuestiones que plantea Gilroy es el hecho mismo de que alguien sin oficio ni beneficio, como es Louis Bloom, un individuo mediocre y sin escrúpulos que deambula sin rumbo por las calles de Los Ángeles intentando sacar rédito de lo que obtiene de pequeños hurtos, se convierta gracias a su locuacidad, porque en realidad es un encantador se serpientes, en un reportero que asciende con rapidez dentro del mundillo de los noticiarios televisivos de sucesos. Porque Bloom, de quien nada se sabe sobre su pasado, descubre la existencia de la profesión una noche, por casualidad, al pasar con su viejo automóvil delante de un accidente de tráfico. Se detiene y baja del coche por el simple hecho de curiosear, mientras un equipo médico atiende a las víctimas. Y es ese momento cuando entra por primera vez en contacto con la que va a ser su futura profesión, al ver como un reportero capta el suceso con su cámara de vídeo. Un reportero que juega con ventaja ayudado por las nuevas tecnologías que en este caso es un aparato de escucha que capta las comunicaciones de radio de la policía, lo que le permite anticiparse y llegar al lugar de los hechos para filmarlo y después vender las imágenes al mejor postor. Claro que cuanto más escabrosas sean las imágenes, mas interés despertará en las cadenas de televisión en su obsesión por incrementar la audiencia. Da igual que sea un siniestro automovilístico, una avioneta que se precipita al borde de una carretera o un asesinato múltiple. Lo importante es que generen conmoción, porque serán más rentables, ya que implicará un aumento mayor de ingresos.

Pero al mismo tiempo, Gilroy se aleja de todo elemento sensacionalista mostrando la historia desde el punto de vista de Bloom, un ser que en realidad es un merodeador nocturno a la caza de nuevos sucesos, al igual que un ave de rapiña. Un ser que hace gala de una sorprendente frialdad, un ser insensible que incluso siente indiferencia por la tragedia, pues su ojo, con el que mira a través del objetivo de su cámara, solo busca captar imágenes impactantes. Y aquí surge una de las paradojas del film que al mismo tiempo se ha convertido en algo habitual en la sociedad de hoy en día, que alguien, cuya única “formación” en la profesión ha sido presenciar en un par de ocasiones como actúan los reporteros de sucesos, se convierta en uno de los más cotizados entre las cadenas de televisión. Algo que se pone de manifiesto cuando la directora del noticiario, interpretada por una excelente Rene Russo, le pregunta a Bloom cómo ha aprendido el oficio, a lo que éste responde que a través de internet. No importa el conocimiento, tampoco los medios a los que se recurran, al menos en este caso, donde lo primordial es conseguir la imagen que levante los índices de audiencia.

 

Algo que cobra una mayor dimensión cuando en una secuencia Bloom llega antes que la policía a una casa de lujo en la que ha habido un crimen. Oculto detrás de unos arbustos filma a los propios asesinos en su huida, para después introducirse en la vivienda e ir grabando con su cámara las consecuencias de la matanza, porque lo importante son las imágenes que va a obtener, los cadáveres, la sangre o la cuna de un bebé del que no se sabe si está vivo o muerto. Es esa la vorágine en la que funciona Bloom. Todo da igual, antes es filmar a una victima que se desangra sobre el asfalto que auxiliarla, mover un cadáver para conseguir un encuadre con más impacto u ocultar pruebas a la policía para alargar la noticia y conseguir nuevas exclusivas.

Gilroy concibe un desolador relato que transcurre en su mayor parte de noche. Algo que en cierta manera enfatiza el vacío existencial de Bloom. Un individuo de doble personalidad, una suerte de Dr. Jeckyll y Mr. Hyde que, si bien se muestra como un ser entrañable y encantador con los responsables de la cadena de televisión que le compran los reportajes, al mismo tiempo es un tipo calculador y despiadado cuando va a la caza de un suceso, un déspota quien con su ágil verborrea maltrata a su propio ayudante, a quien pone rostro Rick Garcia, obligándole a desempeñar quehaceres ingratos por una mísera cantidad de dinero.

 

Nightcrawler es un desasosegador fresco sobre los bajos instintos éticos y morales del hombre, sobre el triunfo de la mediocridad. Pero también un duro golpe contra las manipulaciones de los medios de comunicación, quienes alientan a la audiencia convirtiendo la intimidad ajena, el dolor de los demás, el crimen, la crueldad o la muerte en distinguidos objetos de culto para alimentar el morbo.