Mommy se perfila para ser considerada como una de las apuestas cinematográficas más importantes del año así como la consagración de su director, el joven canadiense Xavier Dolan.

 

Dolan, desde su debut en 2009 con Yo maté a mi madre, ha alcanzado esa posición tan querida por muchos, y tan odiada por tantos, de enfant terrible, aunque no se tenga demasiado claro qué quiere decir exactamente eso. Una posición que tras cinco películas ha ido asentándose y creciendo hasta llegar a Mommy, su última película y posiblemente un resumen o consecución lógica de su propuesta estética y temática llevada hasta sus niveles más extremos que impone, casi exige, un posicionamiento ante ella.

 

 

 

 

 

Desde Canadá, Dolan ha mirado a cierto cine europeo, ese de autor, para entendernos, en cuanto a la estética, y a cierta tradición del cine independiente norteamericano, en cuanto a temática (y algo también, aunque menos, en estilo). Pero Dolan no se ha quedado en la mera superficie (o no del todo) de las meras referencias o modelos a seguir sino que las ha moldeado para dar forma una filmografía de cinco títulos que dan habida cuenta de que estamos ante un director personal (protagoniza, además, tres de sus películas) con eso que tanto gusta de denominar como universo o mundo propio y con una mirada hacia la realidad muy particular que, lejos de ser un asunto meramente argumental o de personajes, se traslada hacia al tratamiento visual, algo que en Mommy adquiere una fuerza muy por encima de sus anteriores propuestas.

 

 

Rodada en 1:1, Dolan introduce a sus personajes en un encuadre cerrado y asfixiante, no dejando que respiren, transmitiendo mediante la imagen la conflictiva relación entre la madre y el hijo así como el mundo que han creado a su alrededor. Sometidos a un plano perfectamente delimitado, Dolan desarrolla una trama que resulta convencional y tópica, por momentos realmente histriónica, pero que adquiere un aliento nuevo gracias a esa construcción del plano. Sobre todo porque cuando ha transcurrido algo más de una hora de metraje la pantalla se abre, se libera de la constricción del 1:1 cuando los personajes parecen haber adquirido algo parecido a la felicidad y respiran. Lo hacen mediante un montaje musical mientras suena Wonderwall, de Oasis, en una secuencia, como todas las musicales de la película, que mira de manera consciente e intencionada a un cine más convencional. Pero esa felicidad dura poco y la película regresa al plano cerrado para, más adelante, volver a la amplitud de la pantalla durante una ensoñación de lo que podría ser y nunca será antes de un final duro y desolador, un espléndido momento que, en su construcción, transmite a la perfección

 

 

 

 

 

No es la primera vez que Dolan juega con el formato, pero en esta ocasión lo hace de una manera muy clara, relacionando el encuadre, su construcción, con la trama y el estado anímico de sus personajes. Puro barroquismo formal desde una postura, curiosamente, minimalista, un matrimonio estético improbable pero que Dolan logra dar consistencia. En las imágenes de Mommy coexisten diferentes formas de entender el cine creando una dialéctica o enfrentamiento visual que se sobrepone a una historia que, alargada quizá en exceso, se mueve por derroteros argumentales ya transitados. Dolan parece saber que maneja una historia de ese tipo, y decide trabajar el estilo para que resulte diferente, novedoso. Al fijar la mirada en el encuadre cerrado del 1:1, el espectador centra su atención en los pocos elementos que contiene, a pesar de que Dolan hace gala de una construcción visual de horror vacui que contrasta con la sencillez de la propuesta.

 

 

Minimalista y barroca al mismo tiempo Mommy resulta una apuesta formal impresionante con momentos impactantes, con soluciones visuales de gran inventiva, frente a otros instantes mucho más convencionales. Y sin embargo, en el contraste entre unos y otros, Dolan se toma la licencia de hacernos pensar sobre el cine actual, sobre sus derroteros. Lejos de ser un mero artefacto formal, Mommy conseguirá irritar tanto como entusiasmar, y en esta dicotomía, una más de las propuestas por Dolan, la película alcanza un gran valor, porque evidencia algo que, en general, parece olvidarse a la hora de hablar cine, que la forma y el trabajo con el lenguaje cinematográfico es lo que debería dar sentido a una película y aquello que narra.