Ganadora del Premio del Jurado en la última edición del Festival de Cannes, Langosta es una tan sugerente como desconcertante radiografía sobre los entresijos de la condición humana ambientada en una sociedad distópica.

Quizá porque «cogemos la costumbre de vivir antes de adquirir la de pensar», que escribió Albert Camus (1), el ser humano tiende a aletargarse en eso que los psicólogos llaman zona de confort. Una zona en la que se siente protegido, una zona de seguridad que le proporciona esa sensación de tener las cosas controladas, una zona cuyos designios vienen marcados por las leyes que imponen las convenciones sociales y donde los conflictos se suelen ocultar bajo la máscara de las apariencias. De ahí que surja cierta incomodidad cuando alguien pone en cuestión, y de manera crítica, algunas de esas convenciones tratando de agitar al espectador, de sacarlo de ese aletargamiento, de incomodarlo para con ello generar la reflexión. Y hasta la polémica, como Luis Buñuel, cuyas películas, en su mayoría, causaron más de un escándalo, desde La edad de oro (L'age d'or, 1930) hasta Viridiana (1961), que llegó a desatar las iras del propio Vaticano, por citar un ejemplo.

Y esa es la tesitura por la que navega el cineasta griego Yorgos Lanthimos, responsable de títulos como Canino (Kynodontas, 2009), y que con Langosta vuelve a hurgar una vez más en los entresijos de la condición humana concibiendo de nuevo una propuesta tan arriesgada como sugerente a la que, en una primera sensación tras su visionado, muchos calificarán de extraña, surrealista, radical o incómoda. Es decir, todos esos atributos que a buen seguro provocarán la división de opiniones, pero sin dejar, al mismo tiempo, indiferente a nadie. Y es ahí donde a más de uno le puede surgir una nueva cuestión a raíz del hálito que exhala Langosta, de si es un excelente film o, si por el contrario, es una nueva tentativa de un cineasta que nunca ha ocultado su voluntad por el riesgo y la provocación. Quizá tampoco importe, porque lo esencial, al menos por el espíritu que impregna la obra fílmica del director griego, es remover las conciencias y al mismo tiempo llevar a cabo un ejercicio crítico en el que, en este caso, se ponen en cuestión instituciones como el matrimonio y opciones como la soltería.

 

Fiel a su espíritu transgresor, el cineasta griego ha vuelto a concebir una historia que se sale de lo convencional ya desde su secuencia inicial, con el primer plano del rostro de una mujer de mediana edad conduciendo un automóvil quien, en un momento dado, detiene el vehículo y se baja del mismo con una pistola en la mano para dirigirse a un asno que pasta en el campo y descerrajarle varios tiros. A partir de aquí el espectador se verá inmerso en una tan sorprendente como singular trama ambientada en un futuro incierto, aunque quizá no muy lejano, donde la sociedad está dividida en dos grupos enfrentados, los casados y los solteros. Estos últimos viven de forma clandestina, a modo de guerrillas, en los bosques. Pero antes, los solteros aún tienen una última oportunidad, que es trasladarse a un hotel de lujo donde tienen un plazo de 45 días para encontrar nueva pareja. Solo que, en caso de no conseguirlo, serán convertidos en el animal que ellos mismos elijan para ser abandonados después a su suerte, como David, el protagonista a quien interpreta un excelente Colin Farrell, y a quien se le ha acabado el amor con su compañera.

El primer día, y una vez ya instalado en su habitación, David recibe la visita de la directora del centro (Olivia Colman) quien, tras explicarle una serie de normas, le pregunta cual es el animal que ha escogido. La langosta, responde, porque «viven más de cien años, tienen la sangre azul como los aristócratas y son fértiles toda su vida». Como también en ese primer día, desde la ventana de su habitación, David contempla el resultado de una extraña cacería. Cuerpos de solteros tendidos en el suelo que han sido apresados con dardos tranquilizantes. Porque la residencia organiza monterías, y cada “pieza” capturada suma un día más de estancia para el autor del disparo.

 

La trama de Langosta está estructurada en dos partes bien diferenciadas. La primera mitad transcurre durante la estancia del protagonista en el hotel al que acude para encontrar pareja. Y la segunda, en los bosques cercanos, cuando aquel, tras su fuga del complejo residencial, se une a la “guerrilla” de solteros quienes, además, hacen pequeñas incursiones a la ciudad haciéndose pasar por parejas. Pero Lanthimos no toma partido por ninguna de ambas opciones, ya que tanto los unos como los otros se muestran igual de radicales e intransigentes, tanto en las absurdas normas que imponen como en su conducta, porque si bien en el hotel, a los solteros les atan una mano a la espalda durante el primer día de estancia para que con ello tomen conciencia de «lo fácil que es la vida cuando somos dos y no uno» según sentencia la directora de la residencia, los célibes se rigen por estrictas reglas como aquella que les impide tener relaciones entre ellos. Además, estos mantienen un enfrentamiento continuo contra los casados y, a su vez, son presas de caza para aquellos. Una especie de círculo que, en cierta manera, acaba recorriendo David quien, tras fugarse de la residencia, pasará a ser miembro de la fracción de los solteros donde, precisamente, hallará el amor en una de las mujeres que forman parte de sus filas (Rachel Weisz). Pero ambos se verán obligados a ocultar sus sentimientos ante los demás ideando un lenguaje de signos para comunicarse entre ellos.

Sin embargo, en la segunda parte de la película los personajes parecen transitar hacia ninguna parte, quizá por el hecho mismo de que la historia transcurre en un bosque, con ese significado implícito que conlleva en cuanto a la ausencia de puntos de referencia que ofrece la propia frondosidad del lugar, al igual que en la primera parte, en la que, a pesar del amparo que ofrecen las estancias del hotel, unos y otros se hallan en un permanente estado de desorientación. Una historia aderezada por la excelente banda sonora, una cuidada selección de piezas de cámara de compositores de la talla de Alfred Schnittke, Benjamín Britten, Igor Stravinsky o Dmitri Shostakovich que acentúan si cabe aún más el tono melancólico del film, un tono también salpicado con algunos toques de comedia negra.

 

A partir de estas premisas Lanthimos lleva a cabo una inquietante trama sobre el miedo a la soledad y el temor a vivir en compañía, porque un rasgo común que poseen todos personajes de la historia, tanto hombres como mujeres, es precisamente su incompetencia emocional a la hora de relacionarse con los demás, lo que les lleva incluso a fingir un determinado aspecto que posea la pareja elegida aunque para ello tengan incluso que autoinfligirse un daño físico. El cineasta griego hace saltar por los aires los aspectos tradicionales que rigen dos opciones tan legítimas como son el matrimonio y la soltería, porque, por encima de las convenciones sociales, de los preceptos a través de los cuales se rige una sociedad y con independencia de la alternativa que se elija, la esencia del ser humano es el amor.

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Nota:
(1) CAMUS, Albert, El mito de Sísifo, Alianza Editorial, 2006, pág. 18.