Más allá de ese clasicismo que envuelve la obra de Clint Eastwood, lo cierto es que buena parte de sus títulos son incisivas miradas sobre la sociedad norteamericana a pesar de que la mayoría naveguen por terrenos ambiguos e incluso hasta discutibles.

Desde Sin perdón (Unforgiven, 1992) la obra de Clint Eastwood ha ido adquiriendo una mayor entidad no solo en cuanto a su incuestionable manejo del tratamiento narrativo o la puesta en escena, consolidándole como uno de los grandes cineastas de la actualidad, sino que también le ha ido postulando como un agudo observador de la realidad norteamericana. Unas intenciones, aunque todavía en forma de esbozo, que ya desprendían sus primeras películas caso de El fuera de la ley (The outlaw Josey Wales, 1976) o Aventurero de medianoche (Honkytonk man, 1982), a pesar de que entre unas y otras rodó otros títulos con un carácter marcadamente comercial. Sea como fuere, Sin perdón, que la concibió cuando ya contaba sesenta y dos años de edad, significó que detrás de esa imagen de hombre duro que había comenzado a ganarse en tiempos de Sergio Leone, había un narrador con una voz propia, alguien que a pesar de haber acostumbrado al espectador a buenas películas policíacas o de acción, tenía en el tintero muchas más cosas que decir. Porque a partir de aquel momento, y a pesar de sus altibajos, comenzó a concebir una serie de frescos que retrataban las luces y las sombras de su país, alternando ejercicios con carácter de revisión histórica con radiografías sobre la sociedad contemporánea.

Fiel a ese espíritu, Eastwood vuelve una vez más a poner el dedo sobre la llaga en un conflicto reciente pero tan delicado como la guerra de Irak a través de Chris Kyle, un soldado de élite, a quien encarna con solvencia Bradley Cooper, que posee la proeza, si es que se puede decir así, de haber batido el mayor número de enemigos como francotirador del ejército norteamericano. El veterano cineasta lleva a cabo una sobria disección sobre un hombre que lo único que sabe hacer es disparar, aunque al mismo tiempo viene también impregnada por una cierta ambigüedad que de alguna manera acaba empañando la película. Algo que se pone de relieve por el uso de imágenes de archivo que incorpora tras cerrar la trama de forma magistral. Unas imágenes que acaban restándole fuerza a un trabajo que en su desarrollo contiene momentos brillantes y que una vez más ponen en cuestión esa ambigüedad en la que suele desenvolverse el cineasta.

Y ese es uno de los puntos débiles de Eastwood, que en cierta manera navega entre dos aguas, entre la mirada crítica pero también entre esos efluvios ideológicos que en ocasiones acaban haciéndole transitar por terrenos maniqueístas que le impiden imprimir un mayor riesgo a sus propuestas y con ello potenciar un discurso más profundo. Aunque siempre consiga la suficiente contención ayudado por su depurado sentido de la puesta en escena. Y aunque también se comprenda que esa filosofía es algo inherente en el ciudadano norteamericano que se le inculca desde la propia infancia. Incluso en otras cuestiones, como en el manejo de las armas, al igual que con Kyle y su hermano hace su padre. Un hondo sentimiento tan  específico de aquella sociedad que se transforma en una profunda conmoción cuando el orgullo es herido dentro de sus fronteras con un atentado como fue el de las Torres Gemelas de Nueva York. Una tragedia que, tras los momentos de sobresalto y turbación, la ciudadanía enseguida afronta a través de esos valores. Al igual que le sucede al propio Kyle quien, tras contemplar atónito junto con su mujer dicho ataque por televisión, toma la determinación de alistarse en el ejército.

Sin embargo ello no ha impedido que la mirada de Eastwood haya indagado en los claroscuros de su país, también dentro del género bélico, llegando a cuestionar algunos de sus iconos como hizo en Banderas de nuestros padres (Flags of our fathers, 2006) donde se pone de manifiesto la manipulación y las mentiras de la política norteamericana generadas a partir de la célebre instantánea de Joe Rosenthal del grupo de marines alzando la bandera en el monte Suribachi. Una mirada que alcanzó una mayor sobriedad cuando el veterano cineasta abordó los mismos hechos desde otra perspectiva, la del bando contrario, el japonés, en Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima, 2006). Pero ese ejercicio de revisión histórica ha proseguido en títulos como El intercambio (Changeling, 2008), de nuevo una visión crítica a los poderes institucionales ambientada a finales de la década de los años veinte, o J. Edgar (2011) en el que a través de la figura del fundador del FBI, concibe una lúcida radiografía sobre los entresijos y las maniobras del poder.

Pero esas indagaciones en la historia de su país, todas ellas con el denominador común de la violencia como expresión sobre la que se ha forjado la nación, están presentes ya en sus westerns, el género donde comenzó precisamente su andadura como actor. El fuera de la ley que viene a explorar las secuelas de la Guerra Secesión Norteamericana o El jinete pálido (Pale rider, 1985) que en cierta manera viene a ser el film que prefigura Sin perdón, un oscuro retrato crepuscular sobre la decadencia de una época y al mismo tiempo un ejercicio de desmitificación de unos tiempos que poco tuvieron de gloriosos.

Sin embargo, a pesar de las producciones más o menos comerciales que rueda con una cada vez mayor solvencia, lo cierto es que Eastwood prosigue hurgando en temas un tanto delicados aunque, por otra parte, dado su estatus, se van deslizando prácticamente sin levantar demasiada polvareda, a pesar de que Poder absoluto (Absolute power, 1997) es una ficción sobre los tejemanejes de la alta política cuando un ladrón, al quien encarna el propio Eastwood, presencia ces testigo de un asesinato que involucra al presidente de la nación, de que saque a la luz las miserias de una sociedad en apariencia distinguida como en Medianoche en el jardín del bien y del mal (Midnight in the Garden of Good and Evil, 1997), que cuestione temas tan controvertidos como la pena de muerte en Ejecución inminente (True crime, 1999), que sean frescos que una vez más ponen de manifiesto como la violencia sigue siendo el eje sobre el que se rige una buena parte de la sociedad norteamericana como en Mystic River (2003), que conciba una reflexión sobre temas tan antagónicos como la religiosidad y la eutanasia en Million Dollar Baby (2004) o tan delicados como la xenofobia en Gran Torino (2008).

Una particular visión que también lleva a cabo a través de una pasión confesa como es la música. Una pasión que ya estuvo presente a través de la composiciones del pianista de jazz Erroll Garner que conforman la banda sonora de su primer largometraje como director, Escalofrío en la noche (Play misty for me, 1971) y que después será el eje temático de títulos posteriores. Desde el Aventurero de la medianoche, película que transcurría en los años treinta, durante la Gran Depresión y que ya prefigura las directrices estilísticas del cineasta, encarnando aquí la decadencia de un alcohólico músico de country; hasta el jazz, a través de uno de sus grandes creadores, el saxofonista Charlie Parker en Bird (1988), que le servirá para sumergirse en la trastienda de la década de los cuarenta y de uno de los géneros musicales predilectos de Eastwood que le ha llevado incluso a grabar discos. O la más reciente Jersey boys (2014), de nuevo otra indagación eastwoodiana que trata de desentrañar esa línea difusa entre el mito y la realidad a través de la peripecia vital de Frankie Valli y The Seasons quienes alcanzaron una gran popularidad con sus voces de falsetes. Una pasión por la música que le llevaría al terreno del documental en Piano Blues (2003) que realizó dentro de la serie The Blues de Martin Scorsese.

Sea como fuere, el octogenario director sigue demostrando estar en plena forma como una vez más ha puesto de manifiesto en El francotirador, a pesar de lo discutible que pueda resultar su discurso.