Llevamos años oyendo hablar muy bien de la cocina peruana, y es frecuente encontrarnos, caminando por las grandes ciudades españolas, nuevos restaurantes andinos recién abiertos. He comido en algunos de ellos, siempre comedores sencillos, pero nunca he salido enteramente satisfecho: platos extraordinarios junto a otros mediocres o desequilibrados. Pero la mítica de la excepcional comida peruana continúa. Mi amiga Anna, catalana y viajera curiosa, sostiene que en Lima "no hay restaurante en el que se coma mal".

¿Dónde está la clave? ¿Por qué todo no va a ser como consecuencia del magisterio de Gastón Acurio y su revolución culinaria iniciada en las últimas dos décadas?. La mayoría coincide en que viene de más lejos. El propio Acurio -mucho más que un cocinero, más creíble que el buen predicador y bastante transformador de conciencias- editó un libro, que tituló con intención "50 Años de Fusión", referido a la cocina de su país. Aquí debe estar la clave: en la mezcla, el afán de cambiar para mejorar las cosas. Es como la vida misma: el mestizaje hace crecer, las razas puras estancan y oprimen.

El gran salto de esta cocina, aquello que la distingue de las demás, no obstante, se produce en el siglo XIX cuando el antiguo virreinato se inunda de migración oriental. El choque, la mezcla posterior y el sincretismo desbordado del presente están representados de la manera más acabada en sus "Tallarines Saltados". En este preparado hay incorporada tanta sencillez
como cultura alberga la biblioteca nacional de Lima. Es el plato estrella de esta cocina junto con el "Arroz Chaufa". Le llaman saltado porque sus componentes brincan en la sartén, o bol, al ser atropellados por el fuego intenso y persistente.

Su preparación es sencilla, rápida y casi cabalística, pues contemplas su ejecución como si esperaras la aparición de un milagro entre miles de chisporroteos. La clave de su elaboración está en no bajar nunca el fuego e ir incorporando, poco a poco, los ingredientes a su tiempo empezando por los trozos de solomillo de cerdo (también magro) que les da "brillo de grasita" a la sartén; luego se van echando la cebolla troceada (blanca y roja), pimiento rojo, tomate... ají, salsa de soja, vinagre suave, salsa de ostras... pasta cocida, cilantro, sal, pimienta... Y si tienes invitados mexicanos puedes coronar con unas guindillas.

Este plato y otros muchos nacidos de la fusión hicieron el gusto de un país y son la base de una cocina exageradamente original, exquisita y aún de lujo que, a su manera, sigue los pasos de la española pues no en vano su "rey" Gastón Acurio - una mezcla de Ferran Adria y Arzak aunque con mayor vocación popular- se cayó de su caballo de Saulo precisamente en los fogones guipuzcoanos de este último. Iba para abogado y se quedó en el cocinero que desde entonces, años noventa, no deja de buscar la excelencia de la misma manera que la persiguen en nuestro país no pocos cocineros y, singularmente, el excepcional Andoni Aduriz.

El vasco, con base en Rentería, es la cara misteriosa de esa pieza de oro que es la cocina española que aún esculpe en su envés la imagen de Ferran Adriá. Es la figura mística, misteriosa y sutil y, por tanto, la más complicada de entender. Cuentan quienes han disfrutado de su menú de 2016 que arriesga como los jóvenes con necesidad de gloria: las dos docenas de bocados se comen la mayoría con los dedos; lo dulce se toma antes que lo salado y las carnes con antelación al pescado; transgresiones continuas que transportan a la pasta hasta texturas sedosas y que anudan el tuétano de toro con el bogavante con guante de cabritilla.

Los grandes templos de las cocinas y el nuevo refinamiento en la mesa de las élites contemporáneas, se abren a la primavera como los grandes modistos cada temporada: colecciones para deslumbrar, epatar, asombrar... dar que hablar. De los extravagantes genios de la aguja han aprendido que el talento que no arriesga se seca, que la osadía que triunfa es el fruto de la obsesión creativa y que el plato que más gusta es el más bello, es decir, equilibrado, hermoso y único.