Si uno se coloca frente a la portada de la catedral de Cuenca y la observa, la primera tentación es salir huyendo no vaya a ser que aquella tan vertical tarta se te desplome más arriba del cuello; pero si logramos soportar la "merdada estética" y desviamos luego la mirada hasta las hondonadas del Huécar, notaremos como aquellos farallones geológicos nos devuelven a la vida necesaria.

Cuenca es una gema colocada en tierra de nadie por señores feudales en la alta Edad Media que aguanta los volcanes de los siglos sin ningún lamento.
Claro que si le preguntamos a nuestros sabios más recientes te dirán que Cuenca resiste porque allí por no pasar, ni pasó la guerra. Y pudieran tener
su razón. Pero lo cierto es que fue abandonada en el siglo pasado y aún antes. Tan a la intemperie se vio a mediados de la pasada centuria -cuando
toda España era la Edad Media- que un grupo de artistas, depositarios de toda la amargura y rebeldía de la España vencida, se instaló en sus solares
atestados de perros y malas yerbas para hacer arte abstracto contra la tiranía.

Llegaron a crecer tan altos que lograron alcanzar parecido reconocimiento que algunos renacentistas lograron en Florencia o los expresionistas (y
secuelas) obtuvieron en París: cambiar la cara de la ciudad con el talento de sus colores estampados en los lienzos o izado en sus esculturas. Cuenca resiste el abandono a cañonazos de la España de las Castillas, y mucho más allá, gracias al dolor militante de Antonio Saura, las momias guanches como misiles envueltas en arpillera de Manolo Millares y los cielos sin límite de Zobel. Pero también el muro inexpugnable de la pobreza que pinta Tapies protege el lienzo de su muralla imaginaria que mira al noreste, mientras Chillida se sienta sobre el esparto de la España triturada como un dios al que hablamos de tú.

Cuenca es el museo de arte abstracto español, la resistencia ibérica de sus vecinos y la buena despensa; una ciudad que se resiste a hincar la rodilla para que le den la puntilla y pide que amplíen su museo y que sus calles, plazas, miradores y restaurantes se llenen de turistas fotógrafos y cronistas. No quiere vivir de la memoria y las nostalgias y así, algunos han decido hacer causa común y lanzan cartas como la del Figón del Huécar (www.figondelhuecar.es)

Visitar el museo es asistir a la historia más precisa de la España desbastada por la guerra y la dictadura luego. Escuchando su aullido, uno echa de menos que nadie haya reunido aún la palabra de nuestros poetas de esta época años para que reciten el latido de aquel tiempo aunque fuera en el resbalón de un cementerio mirando al mar. Si 40.000 personas al año leyeran un poema de Ángel González, un endecasílabo exagerado de Gil de Biezma, el consejo al oído de José Agustín Goytisolo o acaso notaran la tórrida mirada de Gamoneda sobre la sangre recién vertida en el río Bernesga, la esperanza batallaría contra el abandono y la soledad de gran parte de España.

Los periódicos y los políticos claman a diario por la España que se desintegra, pero ni una lágrima vierten por la España abandonada. Pero sus restaurantes sirven zarajos, morteruelo, mojete, migas rurelas, alaju, rosquillas de anís, resoli... ¿Porqué no tiramos de ese sedal también?