Seguro que piensas que ser ecologista o apostar por una sociedad más sostenible es algo reciente, moderno e incluso algo “cool”. Debo decirte que es de lo más antiguo y presente en la historia de la humanidad, aunque quizá no lo sabíamos hasta hace poco.

Aprovechar las cosas, darle segundos usos, no tirar nada y un largo etcétera, ha sido siempre lo más común. No se hacía por ecología, porque nuestro impacto al planeta no era como ahora un peligro al mismo y a nosotros; sino que se hacía por eficiencia y por el valor de los recursos.

Hoy, además de ese principio de eficiencia, se hace imperativo incorporar el motivo ambiental a nuestras acciones como seres humanos. Además podemos no perjudicar al planeta, o hacerlo poco, si lo hacemos bien.

Pero en nuestra historia reciente, la nuestra, la de nuestra familia… también es algo que aplicaba.

Mira y piensa que mensajes en lo cotidiano lanzaban nuestra abuelas y madres. No digo abuelos o padres porque, salvo honrosas excepciones, no solían estar en lo cotidiano de la casa o de la educación de los hijos. Eran otros tiempos, pero ese papel lo tenían asignado las mujeres, quisiesen o no y sin mucha capacidad de tener otro.

Recuerda que pasaba cuando dejábamos las luces encendidas de una habitación donde no estábamos. Rápidamente y a velocidades incluso superiores a la de la luz, aparecía una madre o una abuela, lo detectaba y nos dejaba claro que debíamos apagar esa luz de forma inmediata.

Nuestra bolsa de la basura, todo junto es cierto, era pequeña. No había apenas envases y además solían tener una revisión previa bajo el lema: “esto se puede aprovechar”.

En la comida el concepto de desperdicio alimentario no existía. La comida se comía hasta el final, no se dejaba nada en el plato y lo que sobraba se aprovechaba para otra receta. Porque ¿qué son sino las croquetas? Comida de aprovechamiento. Pasa lo mismo con los guisos, tortillas… Nuevas formas de comer lo que sobró y no podía tirarse.

La ropa se aprovechaba hasta sus últimos límites, se pasaba de hermanos a hermanos. Ser el menor era tremendo. E incluso cuando no había más posibilidades, esa tela se usaba con lo que se denominaba “hacer trapos”.

El agua era sagrada y un mal uso significaba una apelación a la quien era el que pagaba el agua y que no se podía tirar.

Las famosas cajas de las abuelas eran una especie de punto limpio casero donde bajo una estricta clasificación previa, podríamos tener de todo lo imaginable y dispuesto a volver a ser usado. Las específicas de la “costura” eran ya dignas de un premio, cremalleras, botones, adornos y muchas cosas más dispuestas a tener una segunda vida, y tercera, y …

La lista puede ser interminable, sin duda. Seguramente la conciencia no era por cuestiones ecológicas, sino económicas, de usos y costumbres y, muy especialmente, marcada por tiempos pasados de grandes carencias. Pero las formas y la incorporación de esos criterios eran muy similares a los que hoy nos parece como una conducta ecológica adecuada.

El equilibrio en nuestras vidas se rompió cuando creímos que nos podíamos permitir el usar algo y tirarlo. Cuando no merecía la pena aprovechar algo, incluso cuando pensábamos que eso era algo “cutre” o “viejuno”. Coinciden en el tiempo tres factores: la mejoría económica de las familias, lo cual que supone un rechazo social a la visión de la época de la carestía, el desprecio de los mensajes de los mayores por estar “desfasados” y el deseo de una nueva modernidad. Todo se podría resumir como el rechazo a lo viejo y la entronización de lo joven y nuevo.

Hoy estamos volviendo a mirar atrás para poner todo en su justa medida. Igual que un país que no estudia su historia está condenado a repetirla, una sociedad que no valora el conocimiento de quienes nos han precedido está condenada a no tener futuro.

Finalmente, si quieres ser ecologista en tu día a día, lo mejor que puedes hacer es preguntar y aprender de tu madre o abuela.