Dejaré por adelantado que, siendo adolescente, participé con mucha intensidad en la Semana Santa de Sevilla; y que, más adelante, disfruté de momentos y lugares únicos que, evidentemente, hay que vivir aunque sea una vez en la vida. Pero hasta aquí. Me aburren los contínuos lugares comunes de los medios de comunicación sobre la Semana Grande, que navegan entre el super éxito turístico y el macro fervor popular, pasando por los graves problemas de tráfico y los afectados y largos llantos emocionados, que visten mucho en televisión.

Han proliferado también articulistas que defienden que una cosa es la religión y los dirigentes de la Iglesia Católica y otra muy distinta disfrutar de los pasos y las procesiones en cualquier esquina de la ciudad. Justifican que se puede estar 358 días al año sin pisar una iglesia y luego pasarse una semana visitando imágenes en sus templos. Vamos, que es lo más natural.

Pues no, desde el máximo respeto a la religiosidad popular, al esfuerzo durante meses de miles de familias y a los réditos de la industria turística y los puestos de trabajo que genera, me niego a aceptar esta realidad oficial y mediática, por muy rentable que sea, para algunos, hacerla pública. Si, vivo en Sevilla desde hace más de 40 años y no me gusta la bulla de la Semana Santa. Además, ni cuento chistes ni soy gracioso ni lo pretendo, ni soy bético ni sevillista y tampoco voy a la Feria; como mucho un día a ver a la familia y los amigos y de vuelta a casa.

Si, vivo en Sevilla, y defiendo el laicismo y la no injerencia religiosa en la vida pública. No soy el único. Estamos ante una sociedad, la sevillana, que asume como tradición todo lo que pasa unos pocos de años seguidos y ya parece que viene del siglo XVI. Una ciudad que tiene hermandades de rancio sabor, como San Gonzalo, que toma el nombre de Queipo de Llano; o Santa Genoveva, nombre de pila de la esposa del general. Por cierto, sus tumbas estuvieron hasta noviembre de 2022 en lugar de honor de la Basílica de la Macarena y donde, ironías de la vida, sobre ellas se montaba cada Navidad el Belén de la Hermandad.

Sí, vivo en Sevilla desde hace más de 40 años y no me gusta la bulla de la Semana Santa

Aquella Semana Santa sevillana de la primera mitad del siglo XX, popular y de seguimiento desigual, pasó a ser un factor turístico de primera a partir de los años 70, exagerando, en consecuencia, las emociones y el topicazo de la “explosión de los sentidos”, para llegar a una superestructura que garantiza ingresos a los grandes y lejanos grupos de inversión, que se han hecho con los mejores hoteles de la ciudad, y a un sector hostelero que coloniza el centro de la ciudad, solo para turistas.

Los sevillanos, no es la primera vez que lo digo, tienen que refugiarse en sus barrios, de donde salen y entran las hermandades populares, para vivir con intensidad una Semana Santa que, obviamente, les recuerda momentos y lugares de antaño, junto a seres queridos que ya se fueron. Del centro monumental ya han sido expulsados por turistas que llegan, fotografían, pagan una pasta por unas tapas típicas y se marchan por donde han venido.

Desde el máximo respeto a estos sentimientos y a esta realidad económica, reivindico otra manera de vivir la ciudad, muy alejada de un ocio que expulsa y demoniza a quien no lleve la cartera repleta y cede sus mejores espacios a turistas que quieren encontrar el tópico que los propios sevillanos aceptan de su ciudad. Un círculo vicioso. Pan para hoy y hambre para mañana. Vivir así nos empobrece a la mayoría y conviene a unos pocos privilegiados, en términos de ganancias anuales de sus consejos de administración, situados a miles de kilómetros de la Ciudad de la Giralda.

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