Amé Nicaragua desde adolescente por los versos de Rubén Darío y por el conocimiento de su relación con un antepasado mío, el poeta de Puente Genil, Manuel Reina.  Un poco después, cuando me iniciaba en serio en el mundo de la poesía, a través de los versos y el conocimiento de la poeta y mentora Pilar Paz Pasamar, que en sus años de juventud y rebeldía vital y literaria, entabló relación con los nicaragüenses Mario Cajina-Vega, Coronel Urtecho, entre otros, organizando en España, y no sin escándalo, el primer encuentro sobre los poetas asociados a la Teología de la Liberación. Quiso el azar que hace unos años volviera a mis ojos el estudio sobre la vida de Rubén Darío y su última mujer, Francisca Sánchez del Pozo, abuela de la periodista Rosa Villacastín, y tras estudiar la documentación, todo quedó plasmado en mi novela “La Princesa Paca”.

Hace un par de años fui invitado por René González-Mejía, director del INCH, Instituto Nicaragüense de Cultura Hispánica, junto con la nieta de Francisca Sánchez del Pozo, Rosa Villcastín, a presentar nuestra novela en varios lugares emblemáticos del país centroamericano: Managua, Granada, León, Ciudad Darío, etc. Sin duda aquello fue definitivo para mi amor absoluto por el país pero, no sólo por respirar los lugares donde se forjó el genio del “Príncipe de las Letras Castellanas”, ni por la belleza desconocida de aquel país volcánico, ni siquiera por mi identificación con una forma de ser y de vivir por la que algunos llamaron a Nicaragua “La Andalucía de Centroamérica”. Fue su gente la que terminó de hacerme perder la cabeza por su amor a la palabra, a nuestro idioma, a la poesía, a la cultura. El respeto y el hambre de su gente por el conocimiento y, en especial, el de los más jóvenes, después de décadas de guerras de hacer casi desaparecer a su población, por conocer, por crecer, por impulsar su país hacia la modernidad.

Por supuesto contacté con los maestros, a los que había admirado y leído desde hacía años: Ernesto Cardenal, Sergio Ramírez- nuestro último y merecido Premio Cervantes-, o Gioconda Belli, entre muchos. En ellos percibí ya el desencanto manifiesto, abierto, crítico, como no podía ser menos en unos intelectuales de su talla. Era sorprendente cuando, muchos de ellos, por no decir todos, se habían jugado la vida contra el dictador anterior, para hacer de  su país uno mejor, libre y democrático. Algunos de ellos, como Cardenal o Ramírez, asumieron puestos de responsabilidad en el primer gobierno de Ortega, para dimitir decepcionados más tarde.  También en los más jóvenes poetas, algunos ya hermanos de la otra orilla idiomática, a los que no voy a nombrar porque me consta que los pondría en las listas negras y en serio peligro estaba ya ésta alarma.

A pesar de esto, al volver a España, hablé y promoví el conocimiento del país a amigos de los medios y empresarios, no por sus dirigentes, sino por su gente, convencido de que, apostando por la visibilización del país y sus posibilidades, ayudaba a su ciudadanía a avanzar y construir su futuro. Desde aquella cercana y triste fecha de abril, sólo es posible ya que, con la intervención internacional, que se mantiene demasiado tibia, Nicaragua inicie un verdadero proceso de democratización y respeto por la ley y los derechos Humanos que pasa, indefectiblemente, por el cese del gobierno de Ortega y un proceso de transición con garantías, y nuevas elecciones.   

Mientras los voceros gubernamentales se mueven, y claman por el diálogo, ayer mismo fueron asesinados dos jóvenes estudiantes más por las directrices de las fuerzas gubernamentales del presidente Ortega. Hay que sumarlos al medio centenar de jóvenes estudiantes, poetas, y comunicadores muertos o desaparecidos por el momento. Es una extraña manera de promover el diálogo y la paz, como los actos de sus fuerzas quemando medios de comunicación no afines como “Radio Darío”, o amedrentando a corresponsales allá como el amigo periodista Carlos Salinas Maldonado, testigo impertinente de lo que sucede, y que no ceja en enviarnos sus fieles crónicas a costa de jugársela. Yo mismo he sufrido con horror la búsqueda de varios jóvenes amigos poetas, desaparecidos en las refriegas de abril, y, después de dar con ellos, saber cómo han tenido que ocultarse pues se les busca en sus casas y la de sus familiares con nocturnidad alevosa.

El único diálogo ya posible es el comunicado por parte del señor Daniel Ortega y su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, del cese total de la violencia contra la ciudadanía, y de su dimisión, instaurando la negociación de un gobierno de personas independientes de su control, hasta el establecimiento de nuevas elecciones. Le sobra a Nicaragua talento e inteligencia, entre sus escritores, científicos, técnicos, deportistas, empresarios y estudiantes, para poder capitanear esta transición en paz. Si alguna vez amó el señor Ortega su país, por cuya libertad luchó, es momento de soltar las cadenas con las que ahora las atenaza. No hay árbol de la vida más importante que la sangre de los jóvenes nicaragüenses, llenos de pasión, de deseos, de talento, de necesidad de hacer de su país uno más grande y mejor, y ya llevan en su haber el matrimonio Ortega-Murillo, más de medio centenar de jóvenes y bullentes vidas que no podrán sumar a esta construcción por culpa de su cerrazón y su violencia.

Ahora se encargan rezos y misas en todo el mundo por la paz en Nicaragua, mientras se sigue deteniendo, encarcelando o asesinando jóvenes nicaragüenses. He recordado la anécdota de la madre de una amiga mía sobre una cuñada beata y malvada suya. La sometía a toda clase de maldades y luego se iba a rezar todos los días y a confesarse. La sufridora le dijo un día: “reza, reza, que Dios y los santos te conocen bien”. Alguien debería hacerle llegar esta aseveración al matrimonio presidencial nicaragüense.  “Si la patria es pequeña, uno grande la sueña”, escribió Rubén Darío sobre su país”. Yo me sumo con sus intelectuales y jóvenes, mis maestros y hermanos a este canto. Este sigue siendo el clamor de Nicaragua, pero no perdonaremos ya ni una sola gota de sangre derramada.