Hace bastante tiempo, nos impresionábamos con los desmanes de unos tipos que condenaban a las mujeres a la nada, obligándolas a cubrirse por completo y privándolas de los derechos más básicos. Los mismos tipos que destrozaban obras del patrimonio cultural de la humanidad sin despeinarse. Se llamaban talibanes y su barbarie era tal, que, en poco tiempo, pasaron a formar parte de nuestro vocabulario.

Nos hemos acostumbrado a llamar “talibán” a cualquiera que de muestra de cierto conservadurismo, y de señalar como “burka” cualquier imposición de ropa femenina que pretenda tapar más de lo que la interesada quiera. Y utilizamos estas expresiones con un tono jocoso, como si estuviéramos haciendo una broma graciosa. Y la cosa no tiene gracia. Ni pizca de gracia.

La verdad es que, con esa instantaneidad informativa en la que vivimos, aderezada en los últimos tiempos por las exigencias del Covid, poco se hablaba de los talibanes. Y seguían existiendo, como estamos viendo. Pero, como sabemos, al no hablar de ello era como si se hubieran desvanecido de la faz de la tierra. Y nada de eso. Qué más quisieran tantas y tantas mujeres afganas.

Ahora, de repente, vuelven a los informativos, aunque de un modo discreto en relación con la gravedad de la noticia. Como si de una partida de Risk se tratara, ocupan una ciudad afgana tras otra sin que el mundo presuntamente civilizado haga nada por evitarlo. Más allá de correr para intentar salvar los muebles, y para llevarse a corre prisa a aquellos que por su colaboración corran riesgo inminente.

No quiero ni imaginarme el terror que deben sentir las mujeres ante la perspectiva de ser sometidas ellas y sus hijas a semejante despersonalización, a la pérdida de los derechos más elementales, a la reducción de su vida al infierno más absoluto. No tengo imaginación suficiente para ponerme en su piel, aunque lo que he leído al respecto me pone los pelos como escarpias.

Imaginemos por un momento cómo sería la vida vista únicamente a través de un cuadrado de rejilla, sin posibilidades de salir, de ir al colegio, de trabajar, de relacionarse, ni de tener lo más esencial. Imaginemos lo que sería estar sometida constantemente a los caprichos y los reproches de esos tipos que destrozaban el patrimonio sin despeinarse mientras el mundo entero se escandalizaba.

Ahora no ya hay escándalo. Parece que no hay más que una resignación callada y difícilmente comprensible.

No se trata de alta política, se trata de los derechos de miles de mujeres y de niñas. Se trata, ni más ni menos que de Derechos Humanos.