La Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las Personas en Situación de Dependencia ha sido uno de los mayores avances sociales en democracia. Desde su aprobación en 2006, bajo el liderazgo de José Luis Rodríguez Zapatero, esta norma colocó a España a la vanguardia europea en derechos sociales al reconocer que cuidar es un derecho fundamental. Pedro Sánchez ha hecho una apuesta sin precedentes por esta ley. Desde su llegada al Gobierno no solo ha restaurado el sistema, sino que ha multiplicado la inversión pública para reforzarlo y modernizarlo.
Frente a este compromiso, el PP siempre ha tratado de desmantelar la Ley de Dependencia, porque nunca ha creído en ella. Feijóo respalda los recortes que aplican sus presidentes autonómicos allí donde gobiernan en esta Ley, incluso los promueve con un objetivo evidente: debilitar el sistema público de cuidados para favorecer el negocio de unos pocos a costa de los más vulnerables.
La Ley de Dependencia está pensada para quienes necesitan ayuda para levantarse, asearse, vestirse o alimentarse. Y también para quienes las cuidan: mujeres en su mayoría, familiares, invisibilizadas y sobrecargadas. Su aprobación supuso no solo un avance legal, sino también un cambio cultural: colocó los cuidados en el centro del Estado del Bienestar, al mismo nivel que la sanidad, la educación o las pensiones. Dio nombre, protección y dignidad a millones de personas. Y sin embargo, la derecha política y mediática nunca la asumió. Ni antes ni ahora.
Desde el principio, el Partido Popular mostró su rechazo. Rajoy la cuestionó y la tachó de inviable. Y su brazo ejecutor fue Juan Manuel Moreno Bonilla, entonces secretario de Estado de Servicios Sociales e Igualdad, quien recortó 5.406 millones de euros del sistema, retrasó deliberadamente la entrada de los dependientes moderados, eliminó la cotización a la Seguridad Social de las familias cuidadoras, recortó un 15% las prestaciones económicas y redujo drásticamente las horas de atención domiciliaria.
¿De verdad lo hemos olvidado? Bajo su mandato miles de personas murieron en lista de espera sin haber recibido nunca la ayuda que les correspondía. Porque no hablamos de cifras, sino de vidas. El PP, simplemente, no cree en los cuidados públicos. Lo ve como un gasto, no como una inversión social. Como un estorbo, no como una responsabilidad colectiva.
La llegada de Pedro Sánchez en 2018 supuso un giro radical. En su primer año como presidente, aumentó un 59% el presupuesto para Dependencia, hasta los 2.232 millones de euros. Desde entonces, el sistema ha recibido una inversión sin precedentes: el presupuesto ha crecido un 151%, situándose en los 3.411 millones anuales. Por primera vez en años, el Estado volvía a mirar a las personas vulnerables, no como una carga, sino como sujetos de derecho.
Primero se puso en marcha un plan de choque. Luego, una estrategia para favorecer la permanencia en el hogar frente a la institucionalización. Y hace unas semanas, el Consejo de Ministros aprobó una reforma histórica para actualizar y fortalecer el sistema de dependencia y la atención a la discapacidad. Junto a esta reforma, se ha autorizado también una inversión de 783,2 millones para reforzar el sistema en todas las comunidades autónomas.
El ministro de Derechos Sociales, Pablo Bustinduy, ha realizado un gran trabajo en este nuevo impulso de la Ley de Dependencia. El objetivo está claro: ampliar derechos, mejorar prestaciones, reducir burocracia y garantizar que nadie tenga que esperar meses -o incluso años- para acceder a una ayuda básica. Se trata de avanzar hacia un sistema de cuidados más humano, más justo y adaptado al siglo XXI. De consolidar una red pública que cuide a quien cuida y proteja a quien más lo necesita.
Entre los avances más relevantes destaca la supresión de las incompatibilidades: una persona podrá recibir más de una prestación si su situación lo requiere. También se eliminan los plazos de espera de hasta dos años para acceder a ciertos servicios, una trampa burocrática con la que el PP durante años dejó fuera a los más vulnerables.
Se amplía la ayuda a domicilio, que ya no se limitará a los cuidados básicos, sino que incluirá acompañamiento al médico, a la compra o a hacer gestiones. Los centros de día se transformarán en centros multiservicios, con capacidad para extender su apoyo al entorno comunitario e incluso al propio domicilio. Y la teleasistencia dejará de ser una solución puntual para convertirse en un derecho universal integrado en el sistema.
Otra de las grandes novedades es la creación de un banco público de productos de apoyo: sillas de ruedas, camas articuladas, asistentes de voz… Nadie quedará fuera del sistema por no poder pagar. Esta medida, sencilla y potente, puede mejorar la vida de miles de personas.
También se introduce una “pasarela automática” entre dependencia y discapacidad. Las personas con grado I de dependencia verán reconocido automáticamente un 33% de discapacidad, y quienes tengan grado II o III recibirán un 65%. Esta coordinación entre sistemas agiliza trámites, evita duplicidades y abre la puerta a otros derechos, como bonificaciones fiscales, acceso a empleo protegido o adaptaciones en la vivienda.
Por primera vez se reconoce el papel de quienes cuidan sin ser familiares: vecinos, amigas, parejas no registradas. El sistema les da cabida y garantiza que puedan recibir apoyo. Se refuerzan los derechos de las personas cuidadoras no profesionales, incluyendo su cotización a la Seguridad Social. Y se protege a las familias cuando fallece de forma repentina la persona dependiente, impidiendo que tengan que devolver las prestaciones ya recibidas.
La reforma crea además un Fondo Estatal de Accesibilidad para eliminar barreras físicas y cognitivas en viviendas y espacios públicos. Se obligará a las comunidades de vecinos a solicitar estas ayudas cuando una persona con discapacidad lo necesite. Porque hoy, en pleno 2025, más de 100.000 personas siguen atrapadas en su propia casa por falta de ascensor o rampas. Esa injusticia no puede continuar.
Se permitirá además compatibilizar empleo y prestaciones. Hasta ahora, muchas personas con discapacidad se veían obligadas a elegir: o trabajaban, o recibían ayuda. Esa crueldad desaparece. Porque avanzar hacia la autonomía significa también garantizar oportunidades.
Y se dignifican por fin las condiciones laborales del sector de los cuidados. Más de 260.000 trabajadoras -la mayoría mujeres- serán necesarias para sostener el sistema de aquí a 2030. Establecer estándares laborales mínimos, asegurar estabilidad y profesionalización no es solo una cuestión de justicia: es la única manera de garantizar que el sistema funcione.
Quienes piensan que los derechos conquistados son irreversibles se equivocan. La Ley de Dependencia es un logro colectivo como país. Por supuesto que queda camino por recorrer, pero debemos sentirnos orgullosos de una norma que ha transformado millones de vidas y que sigue siendo referente internacional en políticas sociales.
Como dijo José Luis Rodríguez Zapatero el día que se aprobó la ley: “Hoy hemos dado un paso decisivo para construir una sociedad más justa y más digna; una sociedad en la que todos podemos sentirnos más integrados, una sociedad que, en su solidaridad hacia quienes lo necesitan, gana en su propia dignidad y nos hace a todos más dignos”. Seguimos.