Se llamaba Rosa. Rosa Reina Medina y era mi madre. Algunos sólo la conocisteis por uno de mis poemas dedicado a ella: La Rosa Regia.
El pasado domingo, doce de abril, domingo de resurrección, nos ha dejado Rosa. No era política, ni escritora, ni actriz, ni científica. Era una mujer que nació en el 49 y que, como otras muchas de su generación, luchó contra su tiempo y educación para llegar a ser. Para construir una sociedad mejor y democrática desde su pequeña parcela personal. Entre sus certezas, la de formar una familia, tener sus hijos, incluso cuando su compañero de viaje dejara de serlo en tiempos en los que las leyes no estaban tan claras como ahora sobre la violencia de género en el ámbito doméstico y familiar. De esas cosas ni siquiera se hablaba, casi ni con los más íntimos. Se mantenía en silencio, callado. Se seguía caminando, viviendo,  como ella lo hizo, sacando adelante a sus cuatro vástagos y convirtiéndolos en hombres y mujeres de bien. Educándoles en no odiar, en hacer el bien en la medida de lo posible y en que las heridas no nos volvieran amargos.  Nadie advirtió casi nada hasta el final pues, por el contrario, entre sus certidumbres estaba el mantener su independencia económica, como profesora de instituto en unos años, los sesenta y setenta en España,  en los que tampoco era habitual que la mujer fuera autónoma del esposo, y su ámbito fuera más lejos del circunscrito a las tareas del hogar. Tal vez por eso trabajó muchos años con grupos de mujeres en centros en los que se les enseñaban oficios y tratar de ser independientes.

Muchos la recuerdan en Jerez, de donde era, y en la provincia de Cádiz,  porque, cuando el deporte de competición femenino era una extravagancia impensable, ella creó los primeros equipos de hockey femenino   andaluces llevándolos a competir a principios de los setenta. Todavía hay palos de juego en el trastero de casa y fotos preciosas con sus chicas.  Luchó porque la Educación Física no fuera “gimnasia”, es decir, “una María” entre el resto de las asignaturas, y darle la dignidad que debía tener en el curriculum educativo. Los antiguos alumnos de institutos señeros de Jerez la recuerdan aún por eso, como los  del Padre Luis Coloma o el Alvar Núñez, donde defendió su labor docente. Algunas alcaldesas, políticas, escritoras, deportistas y profesionales varias me lo han recordado estos días atrás. De ésa época existe un hermoso retrato  de la pintora cordobesa María Manuela Pozo, afincada en Jerez,  con la que compartió complicidad y trabajo en la docencia en unos años en los que las mujeres comenzaban a reclamar con el ejemplo el derecho a ser autosuficientes y libres. María Manuela, pintora y profesora valiosa, muy injustamente olvidada y desaparecida también hace muy poco, compartía con Rosa Reina el afán de hacer de la enseñanza del arte y de la plástica algo valioso e importante en la formación del alumnado. A ocupar su espacio en el mercado laboral. Referentes para otras mujeres que hasta hacía muy poco eran relegadas a espacios domésticos y a la supeditación del marido.

Rosa Reina ni siquiera ha muerto por covid19. Después de dos años largos de pelea por la vida, contra una enfermedad feroz, que ha enfrentado como vivió: con fuerza y raza, también con alegría. Rodeada del amor de los suyos y de todas las muestras de afecto de los que la querían, que son muchísimos. Se ha ido peleando como una leona, porque tenía ganas de vivir, de ver ubicarse, crecer y ser felices a sus hijos, pero el cáncer ha sido implacable. Mi madre no engrosará las frías estadísticas de fallecidos por coronavirus; de números sin nombre ni rostro tras los cuales hay historias de superación, ejemplos de vida, de caminos y familias truncadas; pero si tiene algo en común con ellos: las circunstancias impuestas por la excepcionalidad de la pandemia obligaron a despedirla en silencio, sin la participación de casi ningún miembro de su familia, ni amigos, ni alumnos…

 Cuando pase todo esto habrá que hacer algo en serio. Habrá que recordar a todos aquellos y aquellas que se nos han ido en estas fechas, en sordina, casi anónimamente. En ellos está la grandeza humilde y gigante de haber levantado nuestro país con su ejemplo y con su esfuerzo; de haber construido la democracia sin herir a nadie. Sin insultar a nadie. Sin preguntarle a nadie a quien votaba o en qué creían. Han edificado nuestras instituciones y nuestra sociedad con su ejemplo, su trabajo y su sacrificio, y lo han hecho sin quejarse, sin eludir sus responsabilidades. Nos han hecho lo que somos: mejores y más civilizados. Les debemos nuestro país y la memoria. Les debemos no olvidarlos y hacer valer lo que nos enseñaron para que nos haga mejores.  Se llamaba Rosa. Rosa Reina Medina y era mi madre. Ella alimentó mi necesidad de leer y escribir llenando la casa de libros, discos y películas.  En su honor comencé a firmar mis primeros libros y artículos con su apellido hasta que cambié, legalmente, el orden de los mismos en mis documentos oficiales. Ella es mi raíz y la de mis hermanos, y como ella todas las madres y padres que se nos han ido con mordazas de máscaras faciales y guantes de látex, en estas semanas terroríficas y las que vendrán. No se puede crecer sin raíz, sin referentes. Nuestro país les debe el recuerdo, y honrar en él a quienes nos han hecho ser lo que somos. Pongamos nombre y apellido a sus ausencias, irreparables.