Nos merecemos un poco de esperanza. Llevamos varias décadas soportando no sólo la decadencia y el desgaste de las democracias en todo el mundo, sino también algo mucho más peligroso: un auge muy grave de los fundamentalismos políticos y religiosos y, por lo tanto también, un ascenso de las extremas derechas, de la intolerancia, de las políticas antidemocráticas en Occidente  y, como consecuencia, un incremento vergonzoso del desprecio, de muchos modos y maneras, a los derechos humanos. Lo que hacen mal unos pocos, esos que son incapaces de habitar el mundo sin destruirle, lo pagamos todos.

Era de esperar. Varias décadas de neoliberalismo o neofascismo han ido poco a poco abonando el terreno propicio para el caos, con el objetivo de favorecer a los más ricos y poderosos y de empobrecer con descaro y alevosía a las clases más castigadas y vulnerables. Desde la década de los 70 se empezó a planificar la escalada de un neofascismo insaciable y destructor que ha culminado con un mundo, el actual, en una situación precaria en todos los aspectos, en el económico, en el social, en el ecológico, en el político, en el sanitario, en el cultural, y, por supuesto, en el aspecto ético y moral. Un mundo que permite situaciones que hubieran sido impensables hace tres décadas, como que el país más poderoso del mundo haya estado gobernado por un multimillonario excéntrico y afín a la peor de las extremas derechas, utilizando una descripción lo menos ingrata posible.

En España, a partir del triunfo de Aznar en las elecciones de 1996 se empezó a construir desde los cimientos el edificio neoliberal, que fue ganando contundencia con el paso de los años y de las legislaturas de la derecha, en connivencia con los gobiernos neoliberales que habían irrumpido prácticamente en toda Europa. Y poco después empezaron a hacer recortes, a cambiar las leyes en su beneficio, a institucionalizar la corrupción más descarada, a privatizarlo todo, y hasta a financiarse a través de un grupo criminal, una mafia dedicada a estafar dinero público. Y, lo que es peor, mucha de la clase política y de los actores sociales de toda ideología se convirtieron en cómplices de los neoliberales al no comprometerse contra tanta estulticia. Ya decía Einstein que el mundo no está en peligro por las malas personas, sino por aquellas que permiten la maldad.

Tres décadas de neoliberalismo fueron aupando al poder y colocando en los altos cargos públicos a personas en muchos casos realmente peligrosas; probablemente, según algunos expertos, con perturbaciones de la personalidad, como sociopatía, narcisismo extremo o psicopatía, porque la ausencia de empatía y la insensibilidad extrema tienen nombres y apellidos muy concretos que no sé por qué los tertulianos y analistas políticos no utilizan con claridad. Robert Hare, el mayor experto en psicopatía del mundo, afirma que en la política alrededor del 80% de los altos cargos son psicópatas. A todos nos vienen determinadas personas a la mente, tanto en España como en Europa y América, que llegaron al poder y mostraron su incapacidad de sentir empatía o compasión frente a nada y frente a nadie (principal característica de los psicópatas), y capaces de trabajar solamente buscando el beneficio propio, ignorando absolutamente a los ciudadanos y burlándose con descaro de las personas y de sus derechos.

Y así el neoliberalismo o neofascismo ha culminado con un mundo realmente asolado, con una pandemia que algunos expertos intuyen que puede haber sido provocada, con la economía mundial muy deteriorada, con el planeta arrasado y con unos problemas medioambientales y ecológicos que nos llevan a una probable hecatombe sin precedentes; y con una crisis moral y un desánimo social probablemente también sin precedentes. Son las ruinas y los daños colaterales del neoliberalismo, que finalmente no es otra cosa que la psicopatía, es decir, la maldad extrema, llevada a la política.

En este contexto el cambio de presidente del país más importante del mundo nos ha alegrado a muchos. Ya sabemos bien a estas alturas que los lobbys y los grupos de poder gobiernan el mundo, y, por supuesto, intentan no permitir acercarse a la presidencia a alguien que no les vaya a bailar el agua o a no velar por sus intereses. Y sabemos que muchas veces nos vemos obligados a conformarnos con lo menos malo, en la disyuntiva de tener que elegir entre eso o lo peor. No sé si la llegada de Biden a la presidencia de EEUU es uno de esos casos.

Me encantaría que este cambio contribuyera a reconfigurar el funcionamiento de la política norteamericana, y por extensión, de la política europea y mundial, tan distorsionadas por las maquiavélicas políticas neoliberales. Me encantaría que se empezara a construir sobre los escombros y las ruinas consecuencia de la era neoliberal, que si algo ha mostrado es que es muy capaz de destruirle, un mundo nuevo. Me encantaría que, frente a la psicopatía del neofascismo, este relevo suponga el regreso a la conciencia de los que gobiernan de un mínimo de empatía y de interés real por el progreso del mundo y por el bienestar de las personas.

Sea como sea, me alegro enormemente de que los norteamericanos hayan echado a Trump, lo cual puede ser un rayo de luz para el mundo y, por supuesto, también para el planeta. Seguramente soy una soñadora y una idealista, pero sigo creyendo que todavía sigue siendo posible que entre todos podamos construir un mundo mejor. Sigamos soñando en cualquier caso, porque no hay nada como un sueño para crear el futuro, como decía Victor Hugo en “Les misérables”.