LUNES. Casi tres semanas de aislamiento en la realidad pixelada. Vivimos en el sarcófago de nuestros hogares como si fuésemos faraones egipcios, y el móvil, la nevera, los libros, la televisión nos acompañan en el viaje a un más acá que nunca llega.

MARTES. En TeleMadrid, aparece a diario una psicóloga asestándonos dosis cada vez más altas y peligrosas de Paolo Coelho para ayudarnos a sobrellevar la reclusión. No sé. Del mismo modo que los periodistas entrevistan a médicos y a epidemiólogos para que nos hablen del coronavirus y no, por ejemplo, al colectivo de los saltimbanquis o al sindicato de criadores de chinchillas, deberían entrevistar a auténticos expertos mundiales en esto del confinamiento. Y solo hay dos: Julian Assange y las monjas de clausura. 

MIÉRCOLES. Un levísimo fallo, un logaritmo de tiza mal resuelto en las pizarras de la NASA, y Armstrong y sus colegas no habrían entrado en el campo de gravedad de la luna. De haber ocurrido así, el Apolo XI aún estaría vagando sin rumbo, como un alma de chatarra en pena, por algún andurrial del universo.

Anoto esto porque tanto o más que el coronavirus me sobrecoge que el bicho pase a nuestro lado sin rozarnos, a pesar de los miles de cadáveres que se amontonan diariamente en los titulares de las noticias. Me asusta que, si renunciamos a la posibilidad de transformación que nos trae el Covid-19, nos suceda lo que no les sucedió a los astronautas yanquis. O sea, que alunicemos en el mismo sitio. Y para ese viaje no se necesitaban tantas alforjas. Ni tanto dolor.

En efecto, si queremos que la especie humana sobreviva, deberemos ir pensando en colgar el cartel de cerrado por cese de negocio. Y formatear después el sistema para introducir nuevos programas que no humillen ni degraden más la dignidad humana.

Capitalism. Time for a reset, titulaba en portada el Financial Times el septiembre pasado. Poco antes, la Business Roundtable, ese club del liberalismo económico más jevi al que, entre otros, pertenecen General Motors y Apple, tuvo una crisis de lucidez. La primera de su historia. Ocurrió, más o menos, así. Sobre el grupito de mandamases descendió un pentecostés de blancura de 50.000 vatios que les cegó las gafas. Deslumbrados aún, se magullaron las corbatas de Armani con muchos golpes de pecho, y, esnifando el último sollozo en la punta de un clínex, el portavoz hizo profesión de la nueva fe grupal ante el mundo. No es justo, reconoció, que las empresas privilegien a los accionistas. Estos no son más importantes que los empleados, los clientes, las señales de tráfico, el planeta. Hay que crear valor para todos. Luego cayó el telón. Análisis: ¿Astracanada? ¿Llantina de cocodrilo? ¿Toma falsa de Sálvame?

Un poco de todo o todo a la vez. Lo que ofrece menos dudas es que no se puede fiar la protección del mundo a un grupito de adolescentes sexagenarios con resaca moral. Ni dejárselo otra vez a esos adoradores del fuego que nunca se queman en los incendios que provocan. No, no se puede. Es la hora de los Estados. Los Estados, cuando la angustia del coronavirus acabe, deberán ir pensando en promulgar leyes globales, consensuadas y justas que regulen el manicomio de la economía hipercapitalista, y estos controles, más allá de rabietas financieras e hipidos empresariales, deberán asegurar menos el beneficio de unos pocos, como hasta ahora, que el bienestar y la salud de todos. Y asegurarlos de verdad, porque, de lo contrario, nuestra existencia tiene las crisis contadas en este mundo.

JUEVES. No todo lo que nos traído el coronavirus es funesto. Por ejemplo, para alivio de los animales, ahora somos nosotros los que estamos en el zoo. El confinamiento, por otra parte, no solo ha purificado la atmósfera, sino que nos ha librado de ciertos bustos parlantes (de profesión, sus tertulias políticas) en los no menos contaminados platós televisivos.

El coronavirus también nos está recordando que convive con nosotros lo que reprimimos con más fuerza en el mundo occidental: la muerte. Una muerte que, dentro de la lógica individualista del neocapitalismo, se nos ha venido presentando en las últimas décadas casi como un fracaso personal. Algo no muy diferente de la venenosa consigna según la cual, si no encuentras empleo, es por tu culpa. O de que es la desidia o la falta de deporte y no el nivel socioeconómico para comprar buenos alimentos lo que influye en el riesgo de padecer enfermedades mortales.

El coronavirus nos está recordando a diario la muerte, sí. Solo que, más que nunca, esta es algo obsceno (un acontecimiento fuera de la escena). Invisible, la muerte es la llamada de un número. Y debes creer las palabras de esa voz desconocida porque no puedes comprobar por ti mismo el fallecimiento que te anuncia. Ni siquiera con miles de cadáveres diarios la muerte existe. Como en el misterio de la Trinidad, el último horror queda reducido a mero dogma de fe.

VIERNES. Si es verdad eso que dice Lichtenberg de que nadie se va al otro mundo sin haber hecho antes algo inteligente, Isabel Díaz Ayuso será el único ser inmortal de un planeta en el que hasta Einstein muere.

SÁBADO. Este es un viaje por un túnel que se estira con cada nuevo paso por acortarlo. Muchos se quejan del confinamiento, pero el confinamiento será un recuerdo dulce cuando termine. De ahí que yo ya esté comprándolo a crédito, para añorarlo después, porque la verbena de verdad sucederá cuando los aplausos de mentira se apaguen en los balcones.

Todo va a salir bien, dicen. ¿Quién, a estas alturas, se atreve a explicarle al millón de parados por el coronavirus —y los que faltan, desgraciadamente— que todo va a salir bien? ¿Quién será tan estúpido de no ver que las camas de la UCI de Madrid, por ejemplo, están ocupadas en el 85% por enfermos de Covid-19? ¿Y que es posible que este porcentaje aumente, ya que, aun superando en España los 10.000 muertos (el equivalente a la población de una ciudad como Toro), hay personas que relajan cada día más el aislamiento, o al menos eso deduzco de lo que veo en mi calle? ¿Tantos trabajadores presenciales tenemos en activo? ¿Tantos niños autistas existen en mi barrio? ¿Tantas bolsas de basura generamos al día? ¿Esta es nuestra forma de contribuir a que el horror pase cuanto antes? Y que nadie se equivoque. A uno le repugna la Gestapo de las terrazas, esos neuróticos que pretenden reducir el universo al tamaño de sus prejuicios. Y al calibre 9 mm Parabellum de sus insultos.

Es mentira que todo vaya a salir bien. Salir bien, ¿para quién? Pero, mientras despertamos del nirvana lisérgico y populista, continuemos abrazándonos a nuestros peluches religiosos o desovando nuestro optimismo bobalicón en las redes sociales. Seguro que los aplausos —que no van destinados tanto a los médicos como a nosotros mismos— y el pensamiento positivo nos sacarán de esta.

DOMINGO. Hay una nueva actualización de la realidad. Pulse para descargar.