LUNES. Otro día más en la realidad pixelada por el coronavirus. Las nubes, los bolis, las personas, las manzanas en la paz circular del frutero, el IRPF, los perros —esos trabajadores estajanovistas que sacan a orearse a sus propietarios cada diez minutos (jamás he visto tantos perros en mi calle. ¿Los comprarán en Amazon, como las mascarillas?)—; todo esto, en fin, sigue igual que antes de que irrumpiera el Covid-19. O tal vez no. Quizá todo haya cambiado y solo la inercia de nuestro cerebro nos induzca a percibirlo igual. 

MARTES. Nos cae la lluvia del virus y, como los pedos de lobo entre los álamos de noviembre, se multiplican los profetas. Ya nos enseñó el viejo Cioran, que más sabía por viejo que por filósofo, que el mundo es un poco peor cuando despiertan los profetas. Es el milenarismo en versión 2.0. Cientos de urracas graznan en las redes sociales el fin de los tiempos —¿ves?, te lo dije— o hacen ganchillo con laberínticas teorías conspiranoicas. Algunos proclaman con impasibilidad calcárea que el virus, en nuestro país, es una venganza del espíritu de Franco por haberlo exhumado de Cuelgamuros. Otros le atribuyen un origen alienígena (al Covid-19, no al dictador, aunque quién sabe).

Supongo que estos iluminados con el firewall crítico hecho puré han descubierto con sorpresa, durante la cuarentena, que no solo tenían un mundo interior —¿alguien sabe dónde se pulsa para encenderlo?—, sino que este estaba más vacío que los estantes del papel higiénico del Mercadona en los primeros días del estado de alarma, y por eso entretienen su sadismo, o su idiotez, difundiendo mierda e infundiendo miedo. Porque uno puede creer en lo que le apetezca, en Osiris, en Cernunnos o en el boquerón en vinagre, claro, pero, por mucho que le proteja la libertad de expresión, no sé si es el momento de hacer proselitismo de sus neurosis. 

Menos gracia aún que los entusiastas del finis gloriae mundi la tienen los estafadores de color rata que proliferan en las alcantarillas de internet, al acecho del desesperado o del incauto. Pero lo que entra ya en la historia universal de la infamia es el ciberataque, humeante aún, contra los sistemas informáticos de nuestros hospitales, cuyos datos se pretendía secuestrar. Éramos pocos y el vientre vacío de la madrastra parió el Netwalker. Del ángel al pitecántropo. Esta es la genealogía de nuestra especie. Lo demás es Rousseau. O Walt Disney.

MIÉRCOLES. No sé cuánto tiempo he estado pensando en las parras, que no podé. Solo estoy a dos horas en coche de allí. Pero el mundo ha vuelto a recobrar sus verdaderas dimensiones, su lejanía. 

JUEVES. Me entra un vídeo en el whatsapp. Veinte minutos después, solo me queda en pie una duda. ¿Indignante o sobrecogedor? Abarco las dos palabras en una sola lágrima dentro de la que braceo para no ahogarme. 

“El virus mata, pero lo que está matando a la gente es el sistema. Ayer, se nos murió una persona en las manos, porque no llegaba el oxígeno. Y cuando hay que sacar a los enfermos para los hospitales, es una odisea conseguir ambulancia. Cuando se tiene ambulancia, es una odisea conseguir ingresarlos en los hospitales. Cuando se consigue ingresarlos, nos los devuelven a la residencia”, explotaba ante los periodistas el alcalde de Alcalá del Valle, un pequeño municipio de la provincia de Cádiz que, mientras escribo esto, tiene ya 58 enfermos de coronavirus, de los que 38 son ancianos de la residencia del pueblo. 

¿Qué ocurrirá si el Covid-19 se extiende por la España de paja? ¿Montarán hospitales en los rastrojos? ¿En los corrales? ¿O simplemente les recetarán sacar en procesión a algún santo de reconocido prestigio milagrero?

VIERNES. Desde anteayer, aventajamos a China en número de muertos. Y lo peor, nos advierten, está por llegar. Mientras tanto, con la sanidad pública desbordada, con miles y miles de enfermos hacinados en hospitales patera y con las morgues colapsadas, el grupo privado HM, que gestiona 17 hospitales y factura 400 millones de euros anuales, anima a su personal de radiología —las radiografías son imprescindibles para determinar la gravedad del coronavirus— a disfrutar en marzo las vacaciones de agosto. Para ahorrar costes. 

SÁBADO. Seis y media de la mañana. Otro día más. Gracias, no sé bien a quién o a qué, pero gracias. Cielo limpio. Sin la plegaria de CO2 que, en mi calle, muy transitada en condiciones normales, elevan los tubos de escape hacia las palomas sin paz de Madrid. Miro la pantalla del iPad como si fuera un animal peligroso. La rozo con la yema de los dedos. No me atrevo a abrir los periódicos. Aún es pronto para que las noticias me hagan apátrida de mí mismo.

DOMINGO. Urge aumentar la deuda pública para darle un electroshock a la economía, o se nos va. Para eso, y hasta que volvamos a producir, se impone una renta básica destinada a todos los que carecen de empleo o al millón de trabajadores que lo han perdido por el coronavirus. Algunos, como Mario Draghi, proponen incluso cancelar la deuda privada para evitar una hecatombe empresarial. Pero la economía de ningún país puede enfrentarse sola y con un tirachinas a la tarea hercúlea de parar la inactividad. Se deben movilizar todos los fondos de Europa. Solo que Alemania y Holanda están de domingo autista. O sea, que pasan. O sea, que prefieren que se agoten los ahorros conjuntos antes que meter más monedas en la hucha comunitaria que eviten o contengan la catástrofe. Muchos se están lavando las manos, y no precisamente con agua y jabón. De seguir así, Bruselas acabará matando a más gente que el coronavirus. Nos vemos la próxima semana en la realidad pixelada.