En los últimos tiempos escuchamos con frecuencia hablar de batallas y guerras culturales que esconden, en realidad, estrategias electoralistas para la difusión de relatos de uno u otro signo, que pretenden imponer un terreno de debate político favorable para quienes entablan esas batallas. La verdad es que la primera tergiversación consiste en llamar a todo eso guerra cultural, ocultando la pobreza intelectual e ideológica de lo que es meramente una descarnada lucha por el poder. Todo ello responde, realmente, al desplazamiento que ha experimentado la confrontación democrática; hemos pasado de la elección entre opciones políticas que proponen proyectos a la sociedad para que puedan ser preferidos en términos más o menos racionales,  a estrategias de mero marketing entre productos que se ofrecen al electorado para el consumo, y que no requieren una identificación estable con la marca de referencia.

Hoy, esa guerra cultural se ha planteado frecuentemente  en términos de respuesta a la supuesta superioridad moral de la izquierda. Toda esta ofensiva en realidad pretende conseguir un imposible: la superioridad moral de la derecha. Porque la queja sobre la presunción de superioridad moral de la izquierda esconde un complejo de inferioridad evidente, en la medida que se aceptan metas y objetivos en los que la derecha nunca ha creído, pero a los que no cree que pueda ni deba oponerse, como la igualdad de género, la progresividad fiscal o el papel redistribuidor de las políticas públicas, por citar algunos. La manera de aceptar esas metas con la boca chica se evidencia en cómo se ridiculizan algunas de ellas en su versión más extrema o exagerada, o cómo se hace ostentación de ir en contra de lo políticamente correcto para justificar su descalificación.  Por otra parte, esa ofensiva cultural se plantea para revitalizar una ideología liberal-conservadora que ha sufrido un cierto desgaste como consecuencia del creciente rechazo social a las políticas de recortes y restricciones del gasto público en la crisis de 2008. Bien es cierto, no obstante, que a los abanderados de la batalla por la superioridad moral de la derecha les ha importado bien poco ésta, dado que su único interés es blanquear una ideología poco popular.

No se trata, pues, de discutir sobre quién es moralmente superior, sino sobre qué políticas hacen unos u otros, con qué efectos en materia de desigualdad, de bienestar o de calidad en el empleo, por ejemplo. En nuestro país, la versión más reciente de este fenómeno es sin duda VOX, con su inicial crítica a la llamada derechita cobarde, y la defensa sin complejos de posiciones poco apreciadas por lo políticamente correcto, aunque cabría decir que ha encontrado acompañantes ilustres en Esperanza Aguirre –con su libro “Sin complejos”- y en Isabel Díaz Ayuso, ganadora de las  elecciones a la comunidad de Madrid. Pero también hay que señalar al PP asumiendo el relato de la extrema derecha, aceptando y promoviendo políticas de escaso impacto económico pero alto valor simbólico, como puede ser el denominado pin parental o la criminalización de los menores inmigrantes. Pero junto a eso, deberíamos  definir qué consecuencias tendrán las políticas del PP que deterioran los servicios públicos sanitarios o de educación para favorecer en la ciudadanía la opción por la privatización, y cómo afectarán esas políticas al malestar social que se convierte en caldo de cultivo de las opciones populistas y autoritarias, en suma. Esa ideología es la que sirve de coartada para los diversos negacionismos que padecemos en estos tiempos de pandemia, bien sea negando la utilidad de las vacunas, cuando no la realidad de la pandemia misma, o negando la violencia machista como violencia de género. Primero se pone en cuestión la política, se le atribuyen todos los males que aquejan a la sociedad, para después pasar proactivamente a la antipolítica, a la expresión política de la negación de la misma, como en el caso de VOX. Claro que en todo ello hay truco, porque se está haciendo populismo de la antipolítica de forma que sugiere que la política no sirve para resolver los problemas de la ciudadanía, para acabar proponiéndose como alternativa política a lo existente.

Erraríamos gravemente, no obstante, si pensáramos que esa preferencia de los valores y principios que caracterizan a las políticas progresistas es suficiente para imponerse democráticamente en la sociedad actual; en ella no se dan las condiciones de “preferencia racional” en la elección de la ciudadanía, sino que por desgracia son factores a menudo claramente irracionales los que determinan las preferencias electorales. Por ello, resulta imprescindible un permanente ejercicio crítico de lo existente, una denuncia implacable de las corruptelas que envenenan la libertad de expresión y de información en esta sociedad de medios y redes controlados por los poderes financieros, y una férrea voluntad de defensa de la libertad y los derechos humanos como salvaguarda de la democracia. La política democrática es el único medio por el que la contradicción más elemental en el ser humano, la que se da entre la pulsión individual y el espíritu de grupo, puede ser encauzada y resuelta de forma asumible por el conjunto de los individuos y en beneficio de la especie. No se trata sino de otra expresión de la eterna lucha entre la razón y el instinto, que nos define como seres humanos, y ahí siempre la superioridad moral estará del lado de la razón.

(*) Manuel Gracia Navarro fue presidente del Parlamento de Andalucía.