A veces me viene a la mente cómo en la infancia, como a todos los niños de los países de la órbita católica, me llenaron de miedos. Miedo a casi todo, todo era pecado, malo o peligroso. Si el pecado era venial tenía un pase, pero los pecados mortales eran implacables. Al infierno de cabeza. Y para toda la eternidad, que no es pecata minuta. No había términos medios. Bueno sí, el purgatorio, aunque era más aburrido y tétrico, si cabe, aunque quemara menos. Recuerdo hasta con ternura cómo tenía que pensar y repensar qué pecados iba a contar al confesor, y hasta, a veces, me veía obligada a inventarme alguno y aprendérmelo de memoria (lo de desobedecer a mis padres, o tomar prestado un duro para chicles era algo ya muy manido).

Los cristianos como dios manda tienen que pecar mucho para tener pecados que confesar, si no ¿de qué sirve la confesión, y tantos confesionarios que hay por todas partes? Además, se tienen que pensar muy poco cometer cualquier maldad,  porque saben que con una simple confesión aquí no ha pasado nada. Ese tipo de reflexiones espontáneas me solían surgir mientras hacía el inventario mental sobre mis supuestos pecados, como intentando obviar lo ridícula y absurda que me parecía toda esa parafernalia. Aunque, cualquier cosa, por supuesto, antes que ir al infierno. Ése era mi gran terror de la infancia.

Lo cierto es que el infierno es una crueldad psicológica, emocional e intelectual; es una creación de las religiones para amedrentar, atemorizar y coaccionar a las personas. La académica y escritora catalana Carme Riera decía en una entrevista: “Los niños teníamos en el franquismo unas pesadillas horribles. El sentimiento de culpa era horroroso. Nos robaron una infancia feliz. La religión marcaba el único camino a seguir, y fuera de él sólo quedaba el infierno. A los miedos infantiles naturales se añadía el miedo al infierno, terrorífico”. Desde la Psicología es un espanto y un verdadero disparate  adoctrinar a los niños en el horror que les lleva a aprender el mundo desde el miedo, la represión, la culpa y la tristeza, y no desde la alegría y la libertad. No se me ocurre una mayor inmoralidad.

El infierno son los otros, decía Sartre aludiendo a la naturaleza de la condición humana, desde la perspectiva de la filosofía. El infierno es haber perdido la esperanza, decía, en registro literario, el escritor inglés Archibald J.Cronin. En general, en la actualidad, lógicamente se utiliza la palabra desde lo simbólico, para expresar el sufrimiento y las agonías humanas, no en la ultratumba, sino aquí, a nuestro alrededor. Pero hace unos días, el pasado miércoles 20 de septiembre, el secretario general de la ONU, António Guterres, utilizó la palabra infierno de una manera, no sólo simbólica, sino literal. Y enormemente elocuente.

Durante la Cumbre de Acción Climática en la Asamblea General de las Naciones Unidas, que se acaba de celebrar en Nueva York, Guterres emitió una frase sorprendente con la que ha querido alertar a los líderes del mundo ante lo que se nos viene encima con el cambio climático: “Los humanos hemos abierto las puertas del infierno”. “Se multiplican los incendios. El mundo se desertiza. Las inundaciones se llevan los cultivos. Las temperaturas son cada vez más sofocantes y traerán enfermedades. Y miles de personas huyen de sus casas, sus países, a medida que se extienden las catástrofes climáticas (…) el hambre y la pobreza serán mayores cada día”, fueron algunas de sus palabras.

Pero aportó argumentos para la esperanza; aunque cada día menos, aún queda esperanza si se toman medidas implacables de manera muy urgente. Todavía queda tiempo para conseguir que la temperatura del planeta no suba más de 1,5 grados, que es el objetivo más inminente. Pero para ello es absolutamente necesario dejar de subvencionar a las energías fósiles (las grandes contaminantes), frenar y gravar las emisiones de carbono, y, sobre todo, detener a las compañías y multinacionales que bloquean (con su poder y su dinero) la lucha para conseguir una economía sostenible de cero emisiones.

Sin embargo, de manera absolutamente surrealista y disparatada, se acaba de nombrar al conservador Wopke Hoekstra comisario de Acción Climática de la Unión Europea. Una verdadera barrabasada contra el que numerosos activistas y asociaciones ecologistas están pidiendo firmas en toda Europa; en repulsa de una decisión que es realmente macabra: Hoekstra ha estado implicado en varios escándalos fiscales, y trabajó durante años para la petrolera Shell, que fue condenada por ser una de las empresas que más ha contribuido al calentamiento acelerado del planeta. La cuestión es de locos: ponen a proteger el clima a alguien cuya trayectoria muestra que el clima le importa menos que nada, y que es más que predecible que trabaje bloqueando las medidas contra el desastre climático a favor de los intereses del poder y de las multinacionales. Y probablemente derogará el Pacto Verde que consiguió su predecesor.

Como dice el secretario general de la ONU, realmente hemos abierto las puertas del infierno. Ojalá seamos capaces de cerrarlas.

Dejo el enlace a la recogida de firmas contra esta barbaridad: Exige a la UE un liderazgo climático creíble (wemove.eu)