Durante mucho tiempo, habíamos creído que las personas, en virtud de los recursos con los que contaban, se dividían en dos tipos: los ricos y los pobres. Aparte de la pobreza de espíritu, de la que ya hablaba la Biblia, que juega en otra liga, claro. Pobres eran quienes no tenían para vivir y ricos aquellos a quienes les sobraba, con una amplia zona intermedia en la que nos situamos gran parte de la población, en ese grupo que se dio en llamar “clases medias” y en que cabía casi de todo.
Pero, con el correr del tiempo, hemos descubierto que la pobreza tiene muchas caras. Pobreza absoluta o relativa o pobreza infantil son algunas muestras, más obvias. Pero también está la pobreza energética, la pobreza vacacional o la pobreza climática, atendiendo ya a vertientes concretas. Sin embargo, nunca me había planteado la existencia de una clase de pobreza que siempre hemos sabido que existe, aunque no le hubiéramos colgado etiqueta: la pobreza del tiempo.
Ya el refranero, siempre sabio, nos apuntaba la idea desde hace mucho. El tiempo es oro. Y claro que lo es. Y mucho más de lo que imaginamos.
Cuando se habla del valor del tiempo, tendemos a pensar con criterios economicistas. Más horas de trabajo, el valor que tiene cada una de las horas que le dedicamos o de las que nos faltan. Pero el tiempo no solo tiene traducción en dinero o en horas de trabajo. Y ahí está el quid de la cuestión.
Nuestro tiempo nos pertenece tanto para lo que tenemos que hacer, como para lo que quisiéramos hacer y no podemos porque nos falta. El tiempo de ocio es tan importante como el tiempo de trabajo, teniendo en cuenta, además, que trabajar es mucho más que realizar las funciones de un empleo retribuido. Y ahí es donde las mujeres nos llevamos la peor parte. Antes y ahora.
El otro día veía en redes un vídeo donde mostraba la diferencia entre lo que hace un hombre mientras hierve el agua para hacer pasta, y lo que hace una mujer. Mientras él permanecía junto a la olla esperando a que las burbujitas comenzaran, ella se afanaba en preparar otro plato, hacer las camas o arreglar armarios mientras el agua alcanzaba la temperatura adecuada. Era, evidentemente, una exageración, pero no tanto como se pueda pensar a primera vista.
Las mujeres, durante mucho tiempo confinadas al ámbito doméstico, hemos conseguido incorporarnos a la vida laboral, pero no hemos logrado desprendernos de la casi exclusividad de las labores de la casa. En consecuencia, nuestro descanso del empleo se convierte en gran parte en trabajo de la casa. Y nos sigue faltando el tiempo para hacer aquello que nos apetezca, sea bailar, correr maratones, escalar montañas, hacer macramé o, simplemente, tumbarnos en un sofá, que nunca viene mal. Un tiempo que nuestros compañeros varones sí tienen, y lo tienen, además, sin ningún remordimiento.
¿Qué mujer no ha repetido varias veces a la semana eso de que “no me da la vida”? Invito a reflexionar sobre esto, porque la igualdad real entre hombres y mujeres, en sociedades donde, como la nuestra, la igualdad formal ya existe, no llegará hasta que las mujeres dejemos de sufrir esa pobreza a la que hasta ahora no le habíamos puesto nombre, la pobreza del tiempo.
SUSANA GISBERT
Fiscal y escritora (@gisb_sus)