Pobre de solemnidad. Una expresión que oímos con frecuencia, pero que no todo el mundo sabe de dónde viene. El pobre de solemnidad, según el diccionario, pedía limosna en las fiestas solemnes, de ahí su nombre. Se utilizaba esta expresión para referirse a los pobres muy pobres, y así se sigue usando. Aunque, por desgracia, últimamente pienso en ella mucho más de lo que me gustaría. Y temo que no soy la única.

No descubro la pólvora si digo que la pandemia, esa maldición que no acabamos de quitarnos de encima, le dio un buen palo a la economía. Tampoco me haré digna de ninguna medalla si digo que todo el mundo pensaba que con el fin -o casi- de las restricciones empezaríamos a remontar. Pero ni la mejor pitonisa hubiera adivinado que, cuando aún no empezábamos a levantar cabeza, la bota de una guerra incomprensible nos volvería a hundir en la miseria. Literalmente, para más de una y de uno.

Siempre había pensado que pobre era quien no tenía para subvenir las mínimas necesidades vitales porque no tenía trabajo ni medio de ganarse la vida. Ahora la realidad me muestra que estaba equivocada. O, que, si no lo estaba en algún momento, lo estoy ahora. Porque hay personas pobres que sí tienen trabajo, pero lo que ganan no alcanza para tener una vida digna. Así de claro y así de duro. Y de preocupante, por descontado.

Confieso que no sé nada de economía. Aprobé la asignatura aprendiendo de memoria el desarrollo de las fórmulas y, entonces y ahora, muchos de sus postulados me parecen cosa de magia, o poco menos. Tengo un buen amigo economista cuyas predicciones, que nunca fallan, me fascinan. Y por eso me pregunto si algo así no se podía haber previsto, aunque sea obvia la dificultad del tema.

Pero, más allá de números e ideologías, me preocupan las personas. Esas personas que, a pesar de tener un trabajo, tienen que recurrir a la caridad para comer o vestirse, o para dar comida o vestido a su familia. Esas personas para las cuales la esperanza es algo que se marchó por la ventana hace tanto tiempo que ni siquiera son capaces de recordarlo.

Por todas estas personas y, por supuesto, por las que no tienen absolutamente nada, se me revuelve el estómago cada vez que alguien que puede se queja de pagar impuestos, y más aún cuando se saca a esas quejas rédito político. O cuando se plantean ayudas a quienes no las necesitan en perjuicio de quienes carecen de todo.

Como sociedad, no deberíamos admitirlo. Mirar hacia otro lado nos convierte en cómplices.