Ocurrió hace muchas lunas. En aquellas fechas, uno se desempeñaba como investigador visitante en un college de Londres. Y, sin embargo, recuerdo como si fuera hoy que hacía una tarde desapacible, con nubes de tormenta y un viento gris intimidando la bufanda que me protegía el cuello como un río amistoso y fofo de lana, cuando descubrí su nombre. Me encontraba en el decrépito cementerio Novo, encajado entre los edificios universitarios del college. A la entrada, un cartel informaba de que ese camposanto sin alardes —apenas unas pocas tumbas que sobresalían con esfuerzo por encima de la hierba glotona— pertenecía a los judíos españoles y portugueses que llegaron a Londres huyendo de las persecuciones religiosas. Cincelados entre el verdín de las lápidas, nombres borrosos y fechas erosionadas.

Hoy, el cementerio, según compruebo en internet, está cercado y remozado (quizá lo hayan adecentado para el Brexit). Pero entonces yo lo atravesaba, como tantos otros profesores, para atajar hacia la biblioteca o el aula, apresurándome bajo un sol averiado que no calentaba o bajo una lluvia mansurrona que en cambio sí mojaba. Un nombre en aquellas lápidas, y no sabría decir por qué, se me quedó grabado en la memoria desde aquella tarde gris y desapacible: el de Ana Mendoza. Una judía española a la que tal vez forzaron a huir de sus rancias callejuelas de Toledo con cuchillos y picas que resonaban en la noche como truenos medievales de sangre.

He vuelto a acordarme de ella al reconocer su destino de perseguida en el del adolescente que se ha suicidado hace unos días arrojándose al vacío desde el sexto piso de su casa de Madrid. Se llamaba Andrés y solo tenía dieciséis años. Durante dieciocho horas al día era libre. Durante las seis restantes penaba en el instituto Ciudad de Jaén, aterrado, ceñudo, afligido, hibernando con los ojos abiertos delante de un problema de tiza en la pizarra. Porque, unos pupitres más allá, otro estudiante —el sádico carcelero de su Abu Ghraib particular— le hacía la vida imposible. Y este era un infierno muchísimo más terrible que el de los logaritmos.

Su sufrimiento era tan grande que solo la muerte podía apagarlo

¿Por qué lo torturaba? Pues porque no aceptamos la diferencia. Porque nos da miedo el discrepante, el heterodoxo, el raro, el que va por libre, el débil, el distinto. Por todo esto y por algún que otro etcétera más es por lo que castigamos en ellos el asco que sentimos por nosotros mismos. Y porque no se amoldan a nuestro odio, claro.

El caso es que, aunque la Fiscalía y la Consejería de Educación aseguran que no hay pruebas concluyentes de que el suicidio de Andrés fuera la última consecuencia de un acoso, algunos alumnos y, sobre todo, la carta que redactó el muchacho antes de matarse —o de ser asesinado, según se mire— contradicen sus opiniones. En ella el chico alude, sin nombrarlo, a alguien del instituto que lo humillaba, y esta omisión revela elegancia moral y causa perplejidad al mismo tiempo. Porque hubiera bastado con teclear un nombre, veinticinco o treinta letras, para arruinarle la vida a su torturador. Andrés, sin embargo, no lo hizo. Quién sabe por qué. Tal vez porque comprendió la inutilidad de ese gesto frente su último gran gesto. Tal vez porque su sufrimiento era tan grande que solo la muerte, y no el Código Penal, podía apagarlo. Tal vez porque el dolor le ocupaba toda la boca y le impedía hablar. Qué importan ya los motivos. “¿Creíste que tus palabras no me hacían daño? ¿Qué tus bromas alguna vez me gustaron? Y digo: ¿Qué hice para merecer eso?”, le reprochaba a su carcelero.

En fin, si todas acongojan, las últimas líneas de la carta de Andrés estremecen. Recuerdan aquellas palabras de Sócrates antes de morir envenenado por la cicuta, cuando el filósofo le ruega a uno de sus discípulos que no se olvide de pagarle un gallo a Asclepio. Andrés les pide a sus padres que devuelvan sus libros a la biblioteca pública de Orcasitas. Si aún vivieran los dioses antiguos, le habrían concedido la inmortalidad a este adolescente que yace injustamente bajo tierra. Y hoy sería para siempre una estrella, un ciprés, tal vez un río.