Venía dando vueltas al tema sobre el que escribir esta semana cuando, hablando con una amiga, me dio una idea. Comentamos sobre cuándo y cómo pasó ella el COVID, recién acabadas las restricciones, y ambas coincidimos en lo mismo: parecía que estuviéramos hablando de algo que pasó hace mucho tiempo.

Salvo farmacias, hospitales y similares, y algún renuente o aprensivo que no se acaba de decidir, las mascarillas han pasado a la historia. Ha pasado también la fiebre por las vacunas, la indignación contra quienes se saltaron el turno por métodos poco ortodoxos y el rechazo que producían quienes se denominaban a sí mismos antivacunas. También hemos aparcado la costumbre de huir de reuniones multitudinarias y de sitios atestados de gente, y nos lanzamos a las calles como si no hubiera un mañana en cuanto surge una oportunidad, con las mismas o más ganas que antes. Tal vez la única costumbre que nos ha quedado es la del tardeo, aunque ahora no hace falta acabarlo con un toque de queda.

En su momento, creímos que nunca acabaría, que las restricciones serían eternas y que el miedo, igual que el virus, permanecería entre nosotros para siempre jamás. Y, si bien es cierto que el virus sigue por ahí dando algún disgusto que otro, el miedo ha desaparecido. Y es que no se puede vivir con un temor eterno, nos guste o no.

Pero hay cosas que no deberíamos olvidar tan rápido. En primer lugar, a todas las personas a la que se llevó la pandemia. Y con ellas, a los sanitarios y sanitarias, a quienes cada día, a las ocho, salíamos a aplaudir como una suerte de catarsis colectiva. Está bien dejar atrás el sufrimiento, pero algunas lecciones no deberíamos olvidarlas. Y, entre ellas, la importancia de estas profesiones tan vocacionales, tan sacrificadas y no siempre tan valoradas como debieran. Al menos, a la hora de proporcionarles unas condiciones dignas para ejercer su trabajo.

No quiero ser alarmista, pero deberíamos haber aprendido que no estamos a salvo de nada. Y que, aunque no todo se puede prever, tampoco todo se puede improvisar, como sucedió entonces. Que, más allá de las risas que producían los carros llenos de rollos de papel higiénico y los estantes de los supermercados huérfanos de levadura, había muchas lecciones de que tomar nota, y no hemos hecho los deberes. Y que, desde luego, por más que nos autoconvencimos de que saldríamos mejores, de eso nada.

Parece que hace siglos, pero fue ayer. Y ya se sabe que quien olvida sus errores, está condenado a repetirlos

Susana Gisbert
Fiscal y escritora (twitter @gisb_sus)