Recuerdo bien el asombro y la admiración que me inspiraban, cuando era una niña, algunos grupos de gitanos que a veces acampaban, al lado de un arroyo, en las afueras del pueblo en el que me crié. Algunos niños nos acercábamos cautelosos para observarles desde lejos, medio escondidos, como si fueran algo extraño de lo que había que defenderse, algo peligroso y muy ajeno a nuestras vidas. Recuerdo bien los tremendos prejuicios que pululaban en la conciencia de la gente, y los mensajes de rechazo y de miedo, cuando no de odio, que se vertían respecto a ellos.

Pero a mí no me inspiraban ni miedo ni rechazo, y mucho menos odio. Al contrario, había algo en ellos que me maravillaba; entonces no sabía el qué, pero ahora lo tengo claro. Por un lado admiraba su libertad; percibía muy bien que era gente libre, que no se adaptaba a pautas impuestas, que vivía como quería vivir, y que se mostraban tal cual sentían, y tal cual eran. Esa autenticidad me llegaba. Por otro lado, sentía empatía hacia ellos. Eran difamados, perseguidos, insultados, expulsados, rechazados por ser quienes eran, lo cual, lejos de parecerme un defecto, me parecía toda una proeza.

Y por otro lado, creo que es algo innato en mí valorar las diferencias, admitir y admirar la inmensa y maravillosa diversidad de la vida, tan ajena a ese pensamiento único que los totalitarios siempre llevan por bandera; por lo cual, el odio al diferente nunca ha formado parte, afortunadamente, de mis esquemas. Es más, no me espantan los “diferentes”, me espantan los mediocres; no me asustan los distintos ni los valientes, me asustan los que defienden la norma sin cuestionarla, y me asustan los tiranos y los fanáticos que se dedican a difundir y a imponer sus ideas. Y entiendo muy bien a Howard Lovekraft cuando afirma que “la gente normal es lo más peligroso que existe”. Lo cual, en esencia, es lo mismo que decía el gran Machado en su célebre poema El mañana efímero: “Esa España inferior que ora y bosteza, esa España inferior que ora y embiste”.

Leer un poco de historia del pueblo gitano es aterrador. Por poner algún ejemplo, en el siglo XVII fueron víctimas de un intento de exterminio por parte del marqués de la Ensenada, quien, como ministro de Fernando VI, ideó un plan, llamado “la gran redada”, que pretendió acabar con todos los gitanos en España (en el verano de 1749 fue autorizado ese genocidio). El marqués genocida, muy curiosamente, mantiene una calle céntrica en la capital. De otro lado, recientes investigaciones han sacado a la luz el genocidio nazi contra el pueblo romaní, ni siquiera tenido en cuenta durante años. En su libro El holocausto gitano, la catedrática de historia María Sierra expone que, según sus investigaciones, más de medio millón de gitanos fueron torturados y asesinados en los campos de concentración de la Alemania nazi; y al final del nazismo habían desaparecido de Europa más del 75% de ellos.

Y no olvidemos la persecución del pueblo romaní por parte del franquismo. Los gitanos sufrieron una vergonzosa y cruel represión por parte de Franco y del poder político y religioso, plasmada jurídicamente en la Ley de Vagos y Maleantes, y posteriormente en la Ley de 1970 de Peligrosidad y Rehabilitación Social. Además, los artículos 4,5 y 6 del Reglamento de la Guardia Civil, del 14 de mayo de 1943, se convirtieron en la principal arma represiva contra esta etnia, que fue acosada, despreciada y humillada por el siniestro régimen.

Mi nombre es gitano, y me encanta que lo sea. Tiene su historia. Varios años antes de que yo naciera, un íntimo amigo de mi padre y de mi abuelo, un médico que era deportista olímpico, cazador, campeón de jabalina y de tiro con arco, explorador y escritor, apellidado Agosti, se enamoró de ese nombre, Coral, que fue lo único que pudo decir una mujer gitana que se encontró desvanecida, tendida en medio de un camino en Sevilla, en un día de caza. La llevaron a un hospital de la capital, y no volvieron a saber más de ella. Quiso poner ese nombre a una hija, pero sólo tuvo hijos. Cuando yo nací le sugirió el nombre a mi padre, y mi padre, maravillado por la historia, no lo dudó ni un instante.

Todos los 8 de abril se conmemora el Día Internacional del Pueblo Gitano, día que rememora el primer congreso mundial de representantes gitanos en Chelsfield, Londres, los días del 7 al 12 de abril de 1971; allí se intentó dignificar a esta etnia tan estigmatizada, y crear conciencia del inmenso dolor de este pueblo tan perseguido. También se creó la bandera gitana, dos franjas horizontales en azul y verde (simbolizan el cielo y el campo) y una rueda roja en el centro (simbolizando la libertad y el camino). Y todos los 8 de abril el pueblo gitano hace gala de su cultura y reivindica su identidad y su dignidad. Y rinde homenaje a tantas víctimas gitanas de las muchas persecuciones que han padecido a lo largo de los siglos. Mi admiración, mi respeto profundo y mi homenaje para este pueblo, del que Lorca decía que es “lo más elevado, lo más profundo, lo más aristocrático de mi país”. Y mi orgullo por llevar uno de sus nombres.