El vínculo entre Isabel Díaz Ayuso y Miguel Ángel Rodríguez va mucho más allá del que pueda haber entre cualquier otro mandatario y su director de comunicación. Lo que los une no es una relación profesional sino umbilical. Isabel, como David, no era más que una piedra antes de pasar por las manos de Miguel Ángel.

Por eso hemos de entender y perdonar el empujón del creador a la periodista. Sólo había que observar sus dilatadas pupilas y el sudor que bañaba su rostro en la fresca tarde vallisoletana, para entender el grado de desesperación que obnubilaba su mente. Fue un empujón como podría haber sido un mordisco, un puñetazo o un disparo frente a una tapia al amanecer.

La periodista no era consciente de que no se estaba interponiendo entre Isabel y Miguel Ángel, sino entre España y su futuro. De todos es sabido que Miguel Ángel no siempre está en condiciones de seguir el grácil paso de Isabel, y a veces se retrasa hasta el punto de que el cordón que los une se estira hasta casi romperse. Hasta ahora no ha ocurrido nunca, pero la simple tensión provoca pequeños cortocircuitos en el aún tierno cerebro de la presidenta madrileña, que le hacen perder el control de los músculos faciales, ocasionando esos titubeos y esas extrañas muecas que todos hemos podido observar en alguna ocasión.

Sin su creador, la mente de Isabel es tan libre y dúctil que de ella podría salir cualquier idea, incluso alguna contraria al objetivo para el que fue concebida: la defensa a ultranza de la libertad. Pero no se trata de una libertad inmaterial y abstracta, como la que pregona la izquierda, sino terriblemente concreta. Lo que Isabel defiende, como han hecho antes que ella tantos otros mandatarios de nuestra historia,  es la libertad de impedir que otros ejerzan su libertad.